Cuánto Cuento Cuando Cuento

                                                           

Relato de microcuentos en tentativa que el imaginario en una mezcla de causalidad, de cuando en vez trae como inmigrantes a una mente dual -perezosa a veces, otras suspicaz- y que en principio se denotó bajo el titular "Mnemósine", hoy  -cual dejavú- lleva por nombre; "Cuánto Cuento Cuando Cuento"


Muchos años ha, habían transcurrido desde su partida.

De regreso a casa tuvo la sensación inconsciente de cambiar de dimensión; la gran ciudad con su paisaje urbanístico grisáceo cohabitada por miles de seres encerrados en su propio mundo individual, daba paso a la extensa planicie jaquelada de sinople matiz. El caserío había aumentado de tamaño, no obstante las mayúsculas casas pintorescas y las estrechas calles evocaban aún las peripecias de sus primeros pobladores. La plazoleta seguía estoica a su génesis; la casa antigua –la más antigua- de propiedad de la familia fundadora en la esquina superior izquierda, la alcaldía en diagonal, casi llegando al costado opuesto, seguida de la estación de policía, la casa cural y la gran iglesia basilical de Nuestra Señora de las Mercedes que se erguía imponente desde su construcción en 1915, y unas cuantas casas más complementaban la otrora y actual imagen.

Bastaron las siempre cinco cuadras desde el parque para llegar a su destino. A pocos pasos de su casa lo albergó el olor a rocío sobre la hierba y quiso en vano encontrar la textura de tierra amarilla bajo el hormigón que cubría lo que antaño fuera una rustica cancha donde se jugaba a las canicas y al balompié, se anclaban cometas en los vientos de agosto, se dejaba llevar por el canto bizarro del pollo siniestro, se sustraía un beso esquivo –o aquiescente- a la amiga de la novia, o se entregaba a lo que la gana se antojase al libre albedrío.

El pórtico del hogar que ya había alcanzado constituyó el límite de las reminiscencias que en ese instante traía adheridas hasta en su calzado color naranja, solo para advertirle la añoranza de la imagen sentada, pesada, fuerte, impoluta, bondadosa, sabia, taciturna, áurica, campesina y ausente de su padre-abuelo y su eterna costumbre de “admirarse con cada nuevo amanecer, no obstante conocerlos todos”. En presencia tangible hasta donde sus sentidos se lo permitían, él le respondió al saludo y como saldando una deuda aplazada agregaron palabras a una vieja diatriba inconclusa –cual Melquiades de su lectura predilecta-, hablaron exclusivamente de la familia; de la abuela, de papá y mamá, del bisnieto con él, de los bisnietos con el hermano, de las hermanas y de los bisnietos en ellas aún sin llegar, de amaneceres y hasta de ocasos, simplemente hablaron hasta que el sueño le asaltó confundiéndole con la impresión de seguir despierto o hallarse dormido.

Se reprochó una y otra vez por no estar presente cuando el abuelo tomó el viaje final, por no despedirse, por no decirle cuanto lo quería y por la falta que desde entonces le hacía, y no pudo resistirse a la generosidad de sus ojos en lágrimas. Afligido, se percató que todo había cambiado, hasta él ya no era el mismo –pareció a Gregorio Samsa-. Se esforzó por hallar en su línea de tiempo el preciso momento en que dejó de lado su afición a jugar fútbol, de ser líder y consejero innato, de “echar pa´ lante”, de gustar del ejercicio culinario de tres generaciones con la de mamá y la abuela; devolvió mentalmente sus pasos tratando de determinar en qué coyuntura tripartita abandonó el camino del éxito que deambulaba cuando era adolescente, para tomar no el del fracaso, pero si el del común de la gente.

Inmerso en su meditación arranó en la realidad cuando una algarabía callejera tocó sus oídos, vacuo de curiosidad y sin pretenderlo entrevió por el quicio de la ventana y al resplandor de la luz que entraba por el minúsculo espacio que dejó al mover la cortina; una conflagración significativa que en pocos segundos se propagó sobre la antiquísima construcción de bahareque temblonero y madera que era la iglesia. Desde su posición privilegiada oteó cómo las tres naves y las torres gemelas se desvanecieron transformando aquella estoica plazoleta que creyó alguna vez, era inmodificable; también desde allí escuchó –o al menos eso le pareció- que una transeúnte voceó que lo acaecido era castigo divino, porque los lugareños exactamente ocho días antes llevaron cerdos y gallinas, vacas y chivos y otros tantos especímenes para bendecirles.

La Burgomaestre por su parte manifestó que ello se debió a un corto circuito.

Todo ha cambiado” musitó, más para sus adentros que con el ánimo de que alguien le percibiera, pues desde que llegó había estado solo en su soledad, salvo cuando dialogó con el abuelo.


Deambuló con el peso de sus problemas sobre la esp
alda; dándole una y otra vez tantas vueltas al asunto como las que caminó durante las casi trece horas que llevaba en pie.

Desde el temprano amanecer ya se presagiaba un día gris, triste, nostálgico. Las gotitas de lluvia que se desprendían abundantes, lentas, casi imperceptibles no cesaban de caer aún cuando ya las manecillas del reloj pasaban por poco las seis y daban vida a un ocaso tricolor patrio.

Sus pensamientos que se habían hundido en los laberintos de la desesperación, no le permitían hallar solución a la suerte de contrariedades que le torpedeaban en forma tan constante que ya constituían su común denominador. Parecía que los incipientes pasos que otrora había empezado el fracaso ya le llevaban a reinar su ser.

Trató de encontrar respuesta a lo que consideró eran sus males, y pretendió asirse –como alivio- de una de las conductas anormales –que recordó había leído- de Foucault; empezando –cual orden del autor- en el monstruo, recorriendo tan graciosamente como un bufón por el incorregible para terminar en el onanista, concluyendo que no se debía a ninguno, pero la duda -también tan familiar- le sugirió que quizá el meollo de la cuestión radicaba en una mezcla dosificada de estas tres. Se apresuró entonces a estimar la posibilidad de que su Dios –el Dios tradicional de todas las generaciones de su estirpe- le había dejado caminar solo sobre la arena, pero tampoco le bastó esta elección; y se amañó mejor con la férrea convicción de no haber nacido con estrella sino más bien estrellado.

Retocó sus pensamientos una vez más y de súbito se interpuso la idea de romper su aparente malograda existencia, condición que reforzó inconscientemente al remembrar que “todo el mundo tiene derecho a suicidarse, es parte de su libertad” frase que repasó de Milan Kundera; empero el hacerlo le implicó un nuevo cuestionamiento, el de actuar de manera cobarde o valiente. Mientras discernía la respuesta fue cruzando por su mente la mejor forma de concebirlo; la opera prima sería pues, infringiéndose un disparo, bien en el cráneo o en el corazón –como estimó era más usual-.

Un rictus de desaprobación dibujó su rostro al imaginar el estado de ánimo tan profundamente doloroso para sus más cercanos que generarían las secuelas de la eficaz descarga sobre su cabeza. Desistió también propinárselo en el pecho pues no pretendía le pasase el mismo infortunio del Coronel Aureliano Buendía. Cortarse las venas verbigracia como Séneca –intuyó- también sería en exceso traumático para quienes le vieran; igual sucedería si el método era por inmersión o precipitación, quedando mutilado por los peces o hecho “papilla” respectivamente. El estrangulamiento predispuso un buen estereotipo y quizá se hubiera decidido por él si el caudal de recuerdos que le vino a la memoria no le trajera la teoría urantiana de que el Iscariote al descuidar el nudo de su soga no finiquitó ahorcado, sino, precisamente cayendo al vacío.

Quería un deceso limpio que no le trajera a él ni a los suyos mayores tormentos que los normales de una muerte natura. Nunca tuvo temor a la parca, pues no le veía tangible como la devastadora Totenkopf, sino más bien como la pinturreteada y alegre calavera del día de los muertos. Lo que en principio si le atormentó fue verse transformado en un retorcido árbol que lanza gritos lastimeros de perro siempre que las horrendas harpías con cara dulzona se posan sobre él en el séptimo cielo, amén del suicidio.

Reblujó nuevamente la mejor forma de arremeter contra su prestada integridad y le resultó divertido el morir al vaivén de una y mil Claudias puestas en kamasutra sobre su sexo, pero ello resultaba poco más que una utopía; pensó luego, en la estratagema de que algún incauto le hiciera el favor bajo la premisa de cometer suicidio en otro, pero eso sencillamente ya no era suicidio.

Barajó las formas, los métodos, las técnicas para finalmente hacer catarsis en sus quimeras de coaccionar al escuálido esqueleto a que lo visitara y dimitió, por tanto no tenia ni el recuerdo de un centavo pegado a lo más recóndito de la nada de sus bolsillos rotos, y ese era tan solo uno mas de sus ya vilipendiados problemas, máxime si quería asirse de un arma, de un veneno, de una cuerda, de una fémina o cualquier instrumento mortal, olvidada –si olvidaba- la anhelada muerte impoluta.

Al cojear su voluntad sintetizó en el corolario de sus deducciones que el tiovivo filosófico del suicidio como acto de cobardía o valía, no podía de ningún modo ser lo primero, pues de solo pensar los preparativos si se era en grado cobarde era una mejor elección el dejarlo de lado; en contravía –conocidas las causas y consecuencias- el valeroso asumiría sus heraldos y tomaría una de dos decisiones: Ser valiente en otro mundo o serlo no muerto, y por conducto afrontar los motivos que le llevaron a la condición de potencial kamikaze.

Él tras dirimirlo, tomó la segunda opción; y pretendió plasmar sus pensamientos en el papel, pero sucumbió a la idea pues estaba seguro que quien escribe de suicidios alguna vez –cuando menos- pensó fustigarlo en su persona –historia que ya no era suya-, y en últimas una pluma tendría puesta en su mano el mismo efecto que la medusa en el ojo avizor…

Entonces aferrado al hilo de vida que aún le quedaba la dejó a los arbitrajes de la serendipia, miró el horizonte que ya se había tornado claro-oscuro bajo una radiante luna de lobos y en la huella de sus palabras –cual presentador circense- subrayó: “La función debe continuar”…


En aquella población canicular donde también habitaban modestos personajes bíblicos extraídos de la palabra escrita y que pendencieramente ahogaron sus dolencias y demonios en el don de gentes que les hacia felices en su altruismo –como bendecidos por el agua de Dios-; era de admirar el gran cerro que de tres pasó a una sola cruz; el manantial de termas saludables y siempre asediado; la gran banda de jóvenes músicos –que integraron dos de sus tíos- y que en un cuarto de hora le dio la vuelta al país; la vieja galápago que como regalo, regalo se llamó; el compositor convertido en mármol interpretando su Intermezzo sobreponiéndose del Libertador repetido; la calle “honda” donde la abuela -machete en mano- ahuyentó al espectro de un jinete albo que entró a casa y a la mujer lobo que un jueves santo quiso sonsacarse al hijo más mujeriego, y donde años después la madremonte aterrorizó a uno de sus nietos y a Guardián -su custodio canino-; y por supuesto, el centenario Colegio de algo menos de una manzana longitudinal, con nombre de párroco Salesiano.

El “Miguel Unía” le otorgó la nueva visión de mundo que apenas es perceptible en la transición natural de niño a adolescente y la sucesión de episodios que como fabrica de antologías le forjaron sus fotografías mentales en lo que para Gardner era “la razón en el análisis de asuntos importantes”; todo comandado desde el eje central que constituyó el salón esquinero y de segunda planta cuya ventana de balcón reflejaba una apacible luz interior haciéndole parecer la caverna de Platónsalvo por la puerta de dos batientes que se deslizó al final del costado.

El aula de veintitantos serenos alumnos –algunas veces más pero nunca menos-, estaba ocupada solo en la media medida desde el tablero hacia adelante, y de allí la otra mitad permanecía vacua de todo objeto. Sin embargo en cada cambio de clase y en el justo tiempo en que se encontraban los pasos del profesor que marchaba con los del que llegaba, los estoicos dejaban de serlo y el espacio desierto se modificaba camaleónicamente al tanto de convertirse en cancha polideportiva, ring de boxeo, depósito del envase de Coca-Cola con orina del que no pudo aguantarse, teatro de operaciones en las seudoguerras de tizas y de pepas de mamoncillo, y catapulta de cuadernos, morrales, borradores y sillas hasta el único ventilador de techo que en lugar de disipar el sofocante calor, eficazmente disparaba el elemento hacia cualesquier dirección pillando –si acaso- al más dormido.

Bajo la ley del silencio que no se debe a la intimidación, sino más bien a la complicidad, fue testigo en aquel ventanal, de un acto que pareció –quizá por años- milimétricamente maquinado; cuando un arriesgado compinche dejó caer a sangre fría un escupitinajo que hizo diana en el mayúsculo escote de la sensual mujer que cotidianamente pasaba por aquel lugar; lo que apremió tal alharaca en la cofradía de estudiantes que por poco se precipitan al vacío cuando el balcón cedió. Resultado de ello fue el llamado de atención sazonado con el particular topetazo de un sinfín de llaves antiguas “cabeza de bronce” que portaba el Padre-rector.

Luego él como protagonista actuó con tal procacidad, que valiéndose del agujero espía en la pared que limitaba su salón con la mapoteca -sitio que más bien servía como vestier de las alumnas de otros grados para ponerse su uniforme de deportes- situó sus ojos como otros lo habían hecho en múltiples ocasiones, no dándose cuenta que este había sido cerrado, pero arguyendo una engañifa pretendió estar viendo lo que no veía –y que nunca vio-, con tan mala fortuna que en ese preciso instante fue encontrado por el Coordinador de disciplina, quién –gracias a la Divina Providencia- solo le increpó jalonándole las orejas mascullando algo sobre madres y hermanas que no le entendió por estar en suma muy aturdido.

En otra ocasión todos los jóvenes del curso, aprovechando el portar espejos de bolsillo, que se les requirió para ver con mayor facilidad la cavidad bucofaríngea proveniente de la disección de una Eleutherodactylus hobarismithi en clase de biología; los asentaron –como pudieron- sobre sus calzados con el único fin que justificaba el poder explorar la intimidad de la hermosa profesora de lenguas clásicas que siempre utilizaba vestido de sastre. Con lo que no se contó, fue que la habilidosa docente detectó la reflectiva artimaña, rompió en llanto por la afrenta e interpuso su querella, obligando a los suspicaces estudiantes a recibir horas extra de inglés y francés en sus tardes libres.

Por si fuera poco, y en ejercicio extracurricular de lo que consideraron hablas de Babel impuestas a la sazón de un crimen y castigo muy lejano al de Rodyase vieron liberados de la doctrina y de la bella políglota sin motivo aparente alguno, y la espera sucumbió en holgazanería e ipso facto de la nada –como David Copperfieldhicieron aparecer un burro en el patio de la arquitectura educativa. Un semoviente en aquel gran coso municipal que era el poblado en general; -al tanto que su hermanita una vez vio un asno con tres extremidades, cuando en realidad tenía cinco- nada tenía de raro, sino fuera porque el bochinche de los ociosos estudiantes le obligaron entre rebuznos, brincos y coces recorrer el primer y segundo piso y las escalas de acceso dejando –eso si- generosas muestras escatológicas por donde anduvo para finalizar en el siempre salón esquinero. Ya prisionero allí –cual huracán Katrinadevastó cuanto pupitre encontró y en su afán por salir, por poco enviste a la desprevenida educadora y un séquito de dos o tres más que acababan de llegar… Aseo y ornato fue la amonestación.

En la asepsia excesiva –como un acto más de reacción en cadena- no faltó el enérgico escolar, -siempre anónimo- que luego de aplicar desprendidas capas de cera sobre el piso de madera del concluyente salón, lo hizo también a lo largo y ancho del gran manchón de pintura verde que era el pizarrón. Llegado el día siguiente, y así mismo de la jornada aleatoria el primer docente que señaló la ruleta rusa del horario, este que era perito en el manejo de las matemáticas y de sus tentáculos, tomó la afilada tiza forcejeando con ella en rebeldía al contacto y al capricho del untuoso tablero. La broma que dejó un tanto aireado al docente llegó a oídos del Padre-rector y este después de la perorata –que ya se tornaba frecuente- enfiló a los alumnos, para –como en la ronda- “amarillo enseñar su nuevo cinturón”…

En asuntos algo más serios, aprendió de su gran amigo a conocer palabras que se escondían en la definición de otra y de esta una más, como si de un círculo vicioso se tratara; luego en el juego de los sesenta y cuatro escaques –como en la leyenda- eliminó al favorito con un simple jaque pastor y se alzó con el tercer puesto; y fue campeón de fútbol sin más premio que la nota superior en educación física (años más tarde cuando ganó un trofeo real a la valla menos vencida, su hermano le indicó que si no fuese por ese le hubiera tocado comprar uno), fue entonces que un compañero neófito y centelleante le manifestó que le gustaba como se arrodillaba para esperar el balón, y él embelesado gustó de la linda niña con larga y azabache cabellera y de verde y perfecto manicure que descansaba en la baranda justo al frente del entrañable recinto y ella con su mirada sencillamente asintió el gustarle también.

Fue ella del amor el primer amor, y aunque ya se había cautivado con la niña del globo y saboreado a tientas los labios de otra distante mujercita; fue ella quien le enseñó a besar. En realidad no era solo ella, eran dos ellas: ambas con idéntico nombre de pila; esta la real, aquella ideal; esta con ojos de sable, aquella de mar coral; esta –como él- de otras latitudes, aquella local; esta siempre lo supo, aquella nunca; esta su vida, aquella su sueño; esta de cuna Sierra, aquella Cárdenas; una y otra, sencillamente hermosas. Las dos hechas vocablo marcaron -cual oráculo- el destino de las más en el nombre de la eterna Claudia, desde ellas hasta su última, no menos de ocho en el total -que como Florentino Ariza plasmó en el vademécum- de su fémina miscelánea.

Estas y otras tantas anécdotas formaban la antología de sus recuerdos, de todos aquellos de la primera edad, de los años felices y sin preocupaciones, de los amigos sinceros y del amor inocente que nunca se olvida.

Sin pretender reburujar en su memoria, le llegaron intermitentes imágenes de otros arcanos; del exceso de toronjas por el pecado de la gula en la finca, del artesanal tótem en el pantalón para mostrar a las de once en el descanso, de los fines de semana cuidando pollos, del séquito en tardes de “beta” viendo filmes para adultos, de la persecución del jumento a la hembra que él había aupado, de las entradas al Colegio “just in time” aunque estuviera lloviendo, de Magda y Guisella, pero por sobretodo de sus Claudias…

No pudo evitar la pícara sonrisa cuando el bombardeo de tantos recuerdos le sugirió que si él hubiera sido el autor de un libro o un fulano importante quizá aquel habitáculo esquinero en la segunda planta del Miguel Unia llevaría en su honor el epíteto: Salón Carlos Andrés Castaño Orozco…


Del estornudo de un león -cuando la tierra sucumbió al agua- nació el gato. Su cabeza adornó la esbelta silueta de la diosa egipcia; su par siamés cual némesis cancerbero custodió deslumbrantes ánforas de precioso metal; su mirada posibilitó el paso al esplendido reino de las hadas; y tiene desde tiempo ha la virtud de la dualidad ar
cana de los gemelos de deslizarse entre el bien y el mal.


Su presencia cuando de azabache se vistió transformó la serendipia -cual alquimista- en oscura fortuna del incauto transeúnte que no pudo negarse a ser interceptado, e incluso ha dejado al descubierto al diestro de las artes siniestras que ardió en las llamas infernales de la inquisidora señal.

Ese es el gato. El gato nacido y remedo del león; o mejor, de otro gato mayúsculo, pero a fin de cuentas gato.

Y gato hembra era “la negra”.

La negra, -recordó- fue la mascota favorita y más querida en su casa cuando apenas él empezaba a tener uso de razón. Era de la abuela… y de todos, o de todos y de la abuela, pero era ella quien más atención le prestaba y quizá fue por esa condición que el único día en que el animal olvidó su asepsia natural dejando en entredicho la ancestral nombradía de su ralea al usar la cama de la mujer como letrina, fue precisamente ella quien sin reparar en condiciones sentenció al felino a ser apátrida de aquel hogar.

La intención de la abuela era tan inocente como lo fue la acción de la gata. Aquella solo quería que no se repitiese lo sucedido, pero presa de la ira o de la indignación, rotuló que para ello era mejor acabar con el problema de raíz –pensó él- era la causa de la no tan salomónica decisión.

El maloliente acontecimiento predispuso un buen plan para deshacerse de la negra –y aunque nunca se pretendió le pasase la suerte del Plutón Poeniano-, se buscó la forma que encontró en el secuestro y la posterior desaparición la mejor opción. En un abrir y cerrar de ojos fue introducida en un inquieto saco que él trasladó en la lambretta que condujo su padre por la vera de los verdes pastos y alineados cafetos rojos del autóctono paisaje. El recorrido por aquel entonces –cuando el mundo le era demasiado grande- le pareció descomunal, aunque realmente no lo fue tanto, a lo sumo diecisiete cuadras entre su casa y el exilio de la indefensa ya no mascota. Llegado al paraje, el voluminoso tumulto voló por los aires dando al traste con el mundo en cuatro patas la caída –como es habitual en los felinos- justo cuando la scotter ya estaba distante en buena medida.

Finiquitada la nada honrosa labor y de regreso al seno familiar, ya liberado del tierno espécimen, pero aún con ella en mente, él no pudo evitar pensar que "la negra" pasaría un trance similar al "Michín" de Pombo;

“Con la fresca matinal
Michín recobró el sentido
y se halló manco, impedido,
tuerto, hambriento y sin un real....”


El tiempo pasó en abundancia como el agua bajo el puente; y un buen día a la abuela   –como al canario animado-  le pareció ver un lindo gatito que entre maullido y maullido solo pidió algo de leche. Era la negra mal trajeada, algo bulímica y aracnizada –si se quiere- por los rastros de telaraña sobre su pelaje; que treinta y un días después encontró el camino de regreso aunque nunca conoció el de partida…

La abuela ante tal odisea que estimó había pasado la arrepentida gata se prometió no volver a despedir animal alguno; entre tanto –pensaba él- la negra había aprendido la lección; porque ni al lugar de los hechos u otra cama, ninguna vez volvió a posar sus caminantes huellas…


Tendido en la cama y aletargado en la figura desnuda de la hermosa mujer que le hacía compañía y que aún dormitaba; sin proponérselo se vio sitiado por las elucubraciones del recuerdo de cuanta hembra había conocido.

Afuera la lluvia pasmosa salpicaba de gotas la ventana, que aunque cerrada parecía dar la bienvenida una a una la imagen tenue de todas las usuarias de su no tan recorrido cuerpo.

Ana, cual vocablo corto, asemejó lo que recordaba de ella; tan solo la noche en frenesí, la transacción que ella se hizo de su primo-hermano hacia él y que en medio del torrencial aguacero lo inauguró en el excitante mundo de los placeres dejando las sabanas tan inundadas como el exterior de la pequeña casucha donde no supo cómo llegó, y su nombre de pila completo escrito por y en la delicada mano de ella “por si acaso”.

“Yo también tuve veinte años” parafraseó de la antigua melodía, empero más por la composición porque fue precisamente a esa edad cuando conoció a su primera huésped; y le resultó un tanto inverosímil por lo tardío de la experiencia y porque del primer amor y de besos fugaces en suma algo menos de dos docenas mal contadas había tenido. Fue en aquel entonces cuando se prometió que el día que cumpliera tantos años como el dígito del día de su fecha de nacimiento –que era a fin de mes- debería haber disfrutado de igual número de féminas, y de ahí en adelante una más por año, cosa que coincidiera su edad con sus logros.

Un año más tarde el progreso no pasaba más que de haber dado placer con sus caricias en forma independiente y en habitáculos diferentes a la intimidad de dos señoritas que departían una reunión familiar. La mueca chocarrera se hizo evidente cuando recordó que la segunda le demandó lavarse la boca para acceder sus besos, pues intuía que se había besado con aquella; él aceptó de buen agrado aún cuando nunca se aseo las manos…

La época de esplendor de esas lides acaeció cuando –ahora que lo meditaba- pareciera al Don de “el burlador de Sevilla”, intruso y haciendo de las suyas en “la casa de las siete mujeres”; aunque no fuera preciso que las siete vivieran bajo un mismo techo, salvo las dos hidalgas doncellas hijas de una misma madre, más dos catedráticas, una dueña de hato y dos solícitas amas de casa.

Luego en el prado cedió a la tentación de la provocadora sacerdotisa del mismísimo ángel caído. Ella que se decía bruja no lo era por ser hija de bruja, ni por ser forzada a serlo al haber nacido séptima en su familia, sino más bien, por el señalamiento inquisidor de las damas menos agraciadas de aquella canicular provincia. Cierto día de la natividad le envió dos tamales para su deleite, y él temeroso de algún infundado hechizo invitó a su mejor amigo como comensal y disfrutaron de las viandas, no sin antes cocerlos –como es común- en agua, a la que adobó –por las dudas y al mejor estilo de San Alejandro- con la sustancia bendita.

Asimismo las hubo cortesanas, y de ellas sus mayúsculos recuerdos sopesaron tanto en la primera como en la última vez. En aquella; la silla donde reposó y la entrepierna sirvieron de soporte al pie femenino que allí se acuñó solo para exhibir el cuerpo extremadamente moldeado al culturismo de aquella titánica mujer, dejando en desuso las ganas en la apertura y la huida en un santiamén. En esta; a una con exuberantes piernas le sobrevino otra vestida de inexorable talar negro de monja, y al instante un par adicional con profusos gestos estridentes; para complementar cuatro en tres escenarios el mismo día.

También naufragó en las artes amatorias de amantes sin sexo y sobrevivió a mujeres que sin ser amantes le dieron buen sexo. La virgen tardía que después de la faena siguió siendo virgen y también tardía, y la acompañante tácita que como el rocío se adhirió a él por un quinquenio análoga a la primera esposa; con la usurpadora amazona y la quijotesca rubia al amparo de su escudera, fueron buenos ejemplos respectivamente.

Repasó igualmente el recorrido de tiempo que tuvo su harem con referente a la edad, y entre las menores la mínima distancia se apartó tan solo diez días, entre tanto la más lejana señaló diecisiete años; en contraste, de las mayores calculó grosso modo que si acaso cuatro años marcarían la diferencia en la de más, y un año y diecisiete días en la de menos.

Entre sumas y restas mentales concluyó que había duplicado en mujeres su edad más quince, de tal suerte que; trece no tenían más profesión que la vida misma o algo parecido, dos fueron pedagogas, dieciocho colegialas, una hacendada, un par de hermanas y un par de primas, cinco criadas, una enfermera, catorce y media cortesanas, una falsa novicia, dos amores platónicos y uno verdadero, una alquimista, cuatro altas ejecutivas, una rapsoda, dos virtuosas esposas, una turista, una valquiria, dos pistoleras con Smith & Wesson al cinto, una gitana, una tanatopractora, dos concejalas, una creyente, tres cerebros fugados, una chica de portada, una piloto de rally, una esteticista y una niña de las flores. Pero de ellas solo su edad más diez pasó por su lecho.


Contempló la idea de seguir en sus estadísticas, esta vez meditando en los posibles algoritmos que resultarían de los nombres repetitivos o individuales de sus musas, pero al inclinarse para besar el dorso desnudo de su sensual compañía, se distrajo con el periódico que descansaba en el piso y la imagen allí de un ajeno y difunto hombre vestido de negro, a cuyo pié de foto rezaba “fotógrafo Silvestre Manosalva” y -al verle en su lúgubre y devastadora soledad- se le antojó un ser con mejores tiempos en vida, disfrutando de tantas mujeres cómo hasta ese momento él lo había hecho. Se persignó como muestra de respeto deshaciéndose -al instante- de la publicación, y continuó con sus besos a flor de piel mientras su complaciente consorte, somnolienta despertaba…


El flujo del río que en invierno soportaba planchones de tres pisos cargados de vacas o matalotaje según su ir y venir, y en verano daba paso en un paso a la otra orilla; junto con la negra noche mordida de menguante complementaban el paisaje donde se alistaron al azar tres de los nueve comandos –mimetizados y asidos en la excesiva parafernalia de guerra- para en las sombras ganar la puerta principal –siempre abierta- del secreto blanco.

En saltos vigilados llevaron a la cazadora sus fusiles Galil SAR 7.62 al interior de aquella casucha que albergaba además de modestas familias contentas o resignadas de claustrofobia, a parejas atrevidas de perro amor que al fiado pagaban la pieza a fin de mes; logrando cruzar sigilosamente el extenso corredor adornado de papagayos en helecho y adoquines antiguos salpicados de escarlata y mostaza, solo para al final cruzar al patio que se abrió generoso al objetivo.

Desde allí, el último oteó las imprevistas y pesadas huellas que arrastradas se negaban a desampararse de la rechoncha administradora que en dos o tres ocasiones surcó la silente estancia. La señal de mano dio luz verde a los estoicos cómplices que de inmediato iniciaron su ignominiosa labor. El de avanzada afirmó su incandescente lámpara sobre los contraídos ojos del singular botín, que tomado por sorpresa, en un santiamén perdió la cabeza bajo el ala, verbigracia que el segundo la tomara bajo el brazo; la táctica neutralizó ruido alguno y predispuso la extracción en forma limpia, asegurando el total éxito de la misión.

La víctima, que para el caso y por casualidad fue el macho alfa se sumó a ocho gallinas y un pato, que en diez amaneceres saciaron la muela de aquella unidad especial, llamada por broma “Los nueve del patíbulo”, no tanto en remedo al Best seller, sino precisamente por la comilona del pato.

Luego, en la mañana –casi al medio día- emula de la pobre viejecita, encorvada y acordeonada –como si de una uva pasa se tratase muy a pesar de su palidez-, la presencia de la dueña de aquel hotel sin estrella, posada de pacotilla, cueva de león; requirió al uniformado de mayor jerarquía. Le narró cómo de unos días a la fecha se le habían extraviado algunas gallinas, un pato y el gallo padrote; él le respondió que quizá fuera algún zorro, a lo que ella respondió “sí, un zorro, pero el hijuemadre usa botas de policía”, y prosiguió con el vaticinio “las lenguas viperinas del pueblo dicen que soy bruja, ¡tocará hacerle un trabajito al ladrón de mis saraviadas!”, y se marchó. La noticia –cierta o no- fue cosa verede para los solapados cacos y constituyó el tatequieto de las maniobras; desde entonces la prioridad de la misión fue abortar la misión.

Un año después, en un lugar distante algunos cientos de kilómetros y a las órdenes de otra comandancia el de la retaguardia, que a la postre diera el OK con su mano la noche del gallo, retomó su turno de vigilia. La nueva luna recorría la mitad de la noche. Su compañero desfachatadamente reposó la silla detrás de la rosada estatuilla del Divino Niño y procedió sin más a dejarse arrullar por el mismísimo Morfeo. Él, sentado bajo un magno castaño posó su revólver Smith & Wesson 38 Special con munición Winchester –obsequio de su padre- sobre el fusil, para una reacción más rápida a corta distancia.

Sintió intempestivamente cómo del árbol se desprendió lo que se acamó en su pecho paralizándole todo a excepción de su vista, la presencia invisible incitó un sentimiento de horror –más cuando al tratar de gritar, no pudo emitir sonido alguno-. No daba crédito a lo que sucedía y solo pudo deshacerse de la presión cuando el otro se movió para acomodarse; simultáneamente aquel desgarró su voz asustando al dormilón, que ya despierto le cuestionó por el chillido. Al escuchar lo sucedido aseveró inequívocamente que todo era cuestión de “la vieja bruja”, y tras bostezar siguió cabeceando.

Atónito se dispuso a darse una explicación sobre lo acaecido. Descartó un encuentro cercano de segundo tipo y lo agradeció, más, al pensar en una posible abducción. Prosiguió con su propio Mallevs Maleficarvm; -de las que se decía- la más cercana le envió tamales en la navidad pasada y lo predispuso a calentarlos  en agua bendita para evitar posibles artificios, pero a fin de cuentas ese cuerpo y esos labios – ¡ah, esos labios! - que ella bien sabia usar en la intimidad sofocó toda herejía.

Entonces coligió en sus vivencias de antaño a la dueña del gallinero. Ella era la candidata perfecta de la molesta visita, tanto por la otrora amenaza como por su procedencia. En aquel pueblo –luego lo supo- en un estilo de morbo gótico le daban de beber al desgraciado depositario del maleficio un cabello de mujer que bajo algún estilo de protociencia tomaba vida en el nombre de culebra de pelo y que en la contra después de “beber el aguasangre de todas las carnes oreada de un día pa´otro” y muchas avemarías podía excretarse ya convertido en un gusano con pelos. O como los sapos que se tragaban en la panza a las doradas mariposas del amor y que llevaban a la muerte al paciente; o en el mejor de los casos los restos masticados de carne y tajadas madura escupidos en el lecho de la contrincante como amenaza para que dejara al enamorado –así le pasó a la novia de “el paisa” –recordó-  y la mamá enfrentó a la hechicera en pleno día, le dio una paliza de padre y señor nuestro, le quitó el calzón, roció su sexo con petróleo y le echó candela, acompañando la acción con todo tipo de improperios y con el “pa´que deje de ser ¡culicaliente!”

Con sorna, se amañó más bien con el hecho que lo sucedido le correspondía, sumándose a las peripecias sobrenaturales de su familia; el espanto áureo a caballo y la mujer lobo de rojo vestido atemorizados a punta de machete por su abuela paterna, el huidizo mohán que de lejos no dio cara a su abuela materna, la rubia niña de las travesías que el abuelo prohibió viese su papá, el árbol que este viera deslizarse sin dejar rastro alguno y el cachorro convertido en Cancerbero y sus ojos de fuego, y la madremonte con cabellos de Gorgona que ahuyentaron a su hermano y a Guardián –el perro-.

El amanecer rayó símil a los evocados por su abuelo, la oscuridad se deshizo en la noche de sus temores, la bruja sucumbió a su razonamiento y la amarga experiencia reposó en su existencial bitácora como otro más de sus sublimes recuerdos…


El fango - que ya llegaba a las grupas- sofocó a la recua, haciendo más tedioso el peregrinaje  de los rústicos centauros que hacían camino para llegar a casa.  El villorrio –más próximo- del que venían, distaba unos tres días en buen tiempo.  El pasaje siempre fue azaroso, tanto por el ineludible capricho del relieve, por la agreste virginidad de la verde natura, por la caza sangrienta y recíproca entre rojos y azules; como por la presencia intermitente e impertinente de no cristianos, por no decir, de no humanos…

Era la época de esplendor de la alquimia maleva, de la herejía libre de la ardiente y otrora inquisición, del etéreo aquelarre, de elfos, silfos, gnomos, hadas, duendes,  de tierra de gigantes, de la llorona, de la madremonte, del pollo maligno; pero también de hombres de cruda valía, conocedores de artesanales antídotos para hacer contra a la tentación del surrealismo siniestro de cuanto inimaginable oscuro ser, o de hacerse a los favores de las benévolas criaturas.

Serían las seis de la tarde. Él –con su corta edad- aupado al anca del equino que diestramente maniobraba su respetado y silente padre, vio cómo de apoco –en la agotadora lucha entre el esquivo animal y el hambriento lodo- llegaban a un estrecho de la vereda, adornado en sus costados por salientes  bloques de tierra. Y fue justo en el momento cuando pasaban por allí, que del promontorio surgió una dulce niña de risos dorados, inmaculado vestido a flores y perfecta sonrisa, a quien en medio de la marcha, él atinó a preguntar “¿pa´ dónde va?” y ella le soltó un “voy pa´ las travesías”;  pero la conversación fue acallada por un tajante “¡no hable con ella!”, que voceo –sin perder vista al camino- un estoico Zabulón.  La orden irrestricta fue cumplida ipso facto, y no se medió palabra alguna de más.

El acontecer siempre fue un misterio para él. Se cuestionó quién podía ser la niña, porqué tan pulcra en medio del barro, qué serían las travesías, porqué la prohibición a la corta tertulia, y por sobretodo porqué la renuencia de su padre a hablar de ello aún cuando los años habían pasado. El secreto fue tan hermético que su viejo lo llevo consigo al momento de cruzar el Aqueronte.

También,  sus años en aquellos rememorados campos, le encontraron de imprevisto con un vetusto árbol que frente a él caminó -en una suerte de levitación que le facilitó bajar la colina- sin dejar rastro alguno de erosión o desterrado humus.  Esa misma colina, donde en compañía de Javier -su hermano mayor- se enfrentó  con aquel perro negro de ojos y  jadeo de fuego que no les permitió paso alguno hasta el nuevo albor, cual simbiosis de Cancerbero y Cadejo.

Fue allí –como cosa del oráculo- que presenció ajeno, distante e impotente cómo dos sombríos bandoleros acorralaron a su primo arrebatándole la vida sin más pretexto que la idea pintada de otro matiz. Hubiera sido pertinente –para evitar la tragedia- el perro endiablado, el andariego árbol o la niña de las travesías, pero su ausencia se mezcló con la ausencia del sonido luego de las dos azures detonaciones.

Un temor agazapado y falto de esa sorpresa que llaman susto y una tristeza resignada por los obligados a partir, eran emociones que casi se fundían en el cotidiano vivir, y ello,  por lo habitual de los menesteres:  Su madre, Eusebia espantaba espantos a punta de machete; y María Ligia, quizá por la misma época pero en destino distinto–lo supo muchos años después, cuando fuera su suegra- atisbó a un retraído  Mohán que ensimismado en quién sabe qué pensamientos no se percató de ella; o los desmanes de “los Toro” y  “Salvador Osorio” en la guerrilla contra “los Vargas” y “Pedro Bolívar”, que los obligaron a ser apátridas de sus ubérrimos terruños, siempre fueron por antonomasia el común denominador.

Y de sentimientos, también los hubo felices;  como aquel día en que estando de visita una prima adolescente, un primo mudo y sus padres  -que a la postre eran la familia más cercana, y eso que vivían “a tabaquito y medio” de camino - él y su hermano  se granjearon -después del sancocho de gallina con especial sazón a leña y de los quehaceres propios de la finca- un rato de esparcimiento en el poco elaborado y muy rústico columpio. Se abalanzaron una y otra vez hasta convencer al tímido primo, al que en la complicidad  impulsaron por la pendiente con tanta exageración que lograron en una desencajada cara paliducha, los ojos desorbitados y el cuerpo despedido de un alma aún anclada en la tierra, que se hiciera presente el milagro de la palabra:  “¡el mudo habló!”

Luego,  la prima adolescente de ceño y personalidad reservada -muy a la antigua usanza- fue encomendada de llevar el garito a los varones de mayor edad que hacían labores de campo en la extrema distancia, empero él aunque menor tenía la sublime misión de escoltarla.  La rutina siempre fue la misma; caminaban sin mucha conversa –no tanto  por él- poco más de cuatro horas, solo para llegar a  un pequeño cerro custodiado –en contraste- por una gran piedra, desde donde ella apenas desprendida de su rectitud llamaba en un grito dulzón a ¡Hectooor, Arturooo y Edilsoooon! y estos al poco, aparecían.  Cierto día, él apenas pudo percibir detrás de la descomunal piedra una mano en posición de “silencio”, que reconoció era de su compinche hermano y haciéndole caso simplemente esperó.  Mientras ella se preparaba para rasgar su voz -casi que respirándole al oído, aquel  invisible, remedó el llamado con un lacónico berrido, y ella con pánico desmedido en un solo envión devoró en su carrera tanta tierra como la antes recorrida sin parar  hasta arribar al abrigo del hogar.

Otro episodio –también para el recuerdo- tuvo lugar el día en que se aupó del caballo, haciendo un solo salto desde una altura superior, lo que produjo algún tipo de consternación en su mamá y los tíos que otearon de lejos y con sorpresa la arriesgada hazaña, por sobretodo porque el semoviente aún era cimarrón y por tanto de muy difícil montura. Para él, que antes había ganado rodeos similares, solo que en becerros cerreros, el juego y dominio resultó tan natural que no prestó atención al peligro ni al posterior regaño.

Así, al paso de los primeros años una y otra cosa le fueron labrando de a poco una vida sin escrúpulos ni temeridad, pero asida de la mano de un lado por una implícita moralidad y de la otra por un acertado criterio de la justicia.

Entonces, “la búsqueda de la verdad no en los detalles mundanos de la vida diaria, sino en la esencia de la vida misma”, de Tosia, bien puede describir el argumento de lo que es una sublime existencia que ha permeado siempre –cual sello de grana cera del Don medieval- la influencia  perenne  del buen hijo, del buen hermano, del buen esposo, del buen padre, del buen hombre…de simplemente,  Aldemar!


Como de costumbre ellos se dejaron en el balcón esquinero del veintiúnico Banco del pueblo; solo con el ánimo de ver pasar una a una, discriminadamente al centenar de señoritas repetidas en el uniforme cuadriculado que delataba su procedencia escolar. Él con ansias reservadas de obtener aunque fuera una mínima mirada de la hija de la tutora de aritmética con paso obligado por el lugar, o de la de biología muy intermitente por lo lejano de su domicilio; y  su amigo, el mejor amigo -con la destreza de develar en palabras extrañas otras aún mayores-  siempre atendía la cita con el fin primario de descubrir –como quien encuentra entre imágenes de terracota, su favorita- a la mujer de sus sueños.

Y siempre lo hacía; la extraía, aún en la distancia –según él- por su forma de caminar, aunque a aquel eso le pareciera verosímil solo en el remedo a las vicisitudes profusas de las  mariposas de Mauricio Babilonia, pues no encontraba muestra alguna de diferencia con las otras en el ejercicio antiquísimo de dar pasos.

Ella de ojos vivos, alucinante sonrisa y personalidad envolvente, daba al traste con él, un poco más recatado, pero –como el ancestro sanguíneo- temerario en el momento de serlo. Un día cualquiera entrelazaron sus miradas y lo hicieron con tal magnitud  qué de súbito el pequeño ángel con el arco quedó enredado en medio de frenteros coqueteos, besos escurridizos y forajidos encuentros. La cosa hubiera sido color de rosa si no fuese porque el color de hormiga  quisiese inundar aquel escénico panorama; y es que el impuesto suegro de él y padre de ella se enteró del romance e irreverente se opuso –como era tradicional y de esperarse- al vaticinar un posible atentado al honor de la niña.

Para aquel que entendía a la perfección los avatares del amor –pero sólo en lo teórico, porque en la praxis, ni se había estrenado- concebía que el idilio de la pareja de amigos pudiera asemejarse al estereotipo de Romeo y JulietaEfraín y María, o de Florentino Ariza y Fermina Daza- claro dejando de lado las sombrías letras que favorecen el trasegar de la fatalidad….

Empero la tragedia –bueno, no tanto- tomaba camino. En la oscuridad que precede al amanecer y en un acto de arrojo, el novio hizo gala de su bravura llanera, la robó en la aquiescencia cómplice de ella, y viajaron juntos, enamorados a las tierras primas que otrora le vieron nacer. El padre-suegro también lo hizo, y siguió con la cautela del cazador cuánta huella, dato, olor, señal o rumor pudo para llegar con precisión de relojero no solo al sitio destinado, sino, también al momento exacto para evitar lo que supuso podía ser  la alevosía familiar.

La trajo de vuelta, sin emitir palabra, con el ceño fruncido y con la promesa de no permitir una situación similar. Aquel con el corazón desolado suspendió el embrollado de los sentimientos encontrados al cofre de las reminiscencias, siempre presentes. Ella resignó sus vivencias de amor inocente a la clonación de los recuerdos inconclusos. Este, el inexperto amigo, coligió en lo actuado la reiteración de los dramas antiguos, y con pesar halló similitud entre el suegro y Capuleto, la materialización de la resistencia en ella a la razón natural, y no pudo ocultar la mueca de ironía al encontrar en el avezado  enamorado una mutación entre el Florentino del paciente y largo romance en cólera con el Florentino que le dio paliza al diablo.

El acontecimiento alejó en el azar del oráculo a los tres compadres; él, en una suerte de recorrido gitano viajó a nuevas y añejas tierras, aquel se plantó eremita en su terruño y en la utopía imaginable de ella, y está en casa esperó –cual Penélope- el paso de los años y el reencuentro con su hombre ideal.

Pero el tiempo transcurrió parsimonioso, cómo valiéndose de su propio tiempo para reevaluar su existencia; carcomiendo de a poco la tristeza del intrépido llanero que se perdía en los laberintos de los porqués que aviva con cizaña la lúgubre soledad; y en ella –que había arriesgado todo- secuestró las ansias de lograr el amor eternizado, aquel que la hacía pensar  en llenar el mundo entero con sus ideas, de tapizar de jardines el entorno con matices de alegría, con nubes blancas como el algodón, con azahares de besos húmedos, y la obligó en vez, a visitar jardines de tristeza, con nubes grises y besos efímeros, tan  vacíos como el tubo del papel que secó sus lágrimas cuajadas en suspiros entrecortados de impotencia y desamor. 

Sin proponérselo, verbigracia  Graógraman –el león que cada noche muere para renacer al día siguiente- ella se cuestionó siempre noctívaga si existían lágrimas en él, y si las hubo si eran sinceras, si podría exorcizar las marcas en el alma que no se pueden percibir a simple vista, pero ni siquiera  sabía si le volvería a ver… Entonces, el lastre de la desilusión que abogaba por mantener estoico el Cristo de espaldas en el infortunado romance, le fue pigmentando de sepia los verdes recuerdos, y los escondió a fuerza de rutina, en la solapa de un bolsillo lleno de migas y escamas esquirladas de grandes alegrías y vanas tristezas enmarañadas en una madeja de hilo –que pensaba- alguna lavandera joven dejó allí olvidada, sin saber que ella se había convertido en esa lavandera.

En días, ocho mil veintisiete habían pasado. Acompañada por su pequeño hijo, desapercibida y lejana cruzó el parque sin escuchar siquiera la melodía de mármol,  se adentró a la esquina fronteriza entre la Iglesia y el centenario Colegio, cuando de imprevisto, frente a ella encontró la reconocida mirada de su amado, y todo le fue tan confuso que desvalida dejó de hacer lo que muchas veces –otrora- se había imaginado haría si algún día le encontrase de nuevo; el latir del corazón la aturdió tanto  que caminó más rápido, sus ojos se anclaron a los de él, y sólo atinó a dibujar una leve sonrisa, como aquella de la primera vez… Él, que también llevaba a su hija, el sorpresivo encuentro lo arrojó a la inherente realización de hacer exactamente lo mismo –como calcado, sincronizado – como ratificando que sus almas siempre estuvieron unidas, que el uno era para el otro, que sencillamente el primer amor nunca se olvida…

Entendieron en la madurez de tanta evocación de los aconteceres antepasados, pretéritos, presentes y futuros, que el destino esta descrito, que favorece o no a los sentimientos, que el amor cuando es sincero se adhiere al corazón como el sirgador al barco y se mantiene todos los días del mes, todos los meses del año, que los recuerdos son mejores cuando refieren a los que amamos, que toda primavera tiene su otoño aún en el mismo árbol y que por eso su relación aunque quisieran no revivirla –porque nunca se había marchitado- si, saldar lo no vivido; estaría intrincada  por el acoso de la realidad. Simplemente ya no eran los mismos, y sus responsabilidades tomaban otras vertientes…

El migrante amigo –ahora  erudito en peripecias pasionales- sin saber cómo, semejó a Dilios el rapsoda de la Batalla de las Termopilas, y plasmó en el papiro la única historia que por conocimiento de causa se sabía de memoria; esa aquí descrita…


Cautivo en la soledad lúgubre de su soledad pudo asirse de lejanas remembranzas. De repente fue asaltado por aquellas que son propias de la verbigeración que atañen a su antiguo y más prolongado quehacer. Con decoro y pulcritud había portado el uniforme no menos de veinticuatro años, nueve meses y tres días, y en su pecho henchido de orgullo colgaban brillantes, quince medallas. Era un oficio que a la antigua usanza heredó por línea de sangre: Su padre y cuatro tíos –hermanos de él-  lo fueron, al igual que su rebisabuelo materno. Asimismo, su hermano –siempre menor- y el esposo de la hermana primera –también menor-.

El recuerdo inicial de esa instancia fue seguido cronológicamente de otros en los que la vida, su vida quedó en riesgo.

Apenas pudo superar el año de entrenamiento fue asignado junto a treinta y dos de sus iguales -que a la sazón se autodenominaban cursos-, a un pequeño caserío sembrado en medio del inmenso llano, distante de la ciudad mayor cuarenta y cinco minutos en avión ligero y algo más de ocho horas por vía terrestre, imposible de peregrinar por ser ruta arcaica e infestada de ortodoxa insurrección.

En aquella noche negra, silente, tétrica, ausente de leónidas -muy a pesar del calendario-, ya llevaba seis días al mando de diez cursos en su turno. Corrían casi las veintiún horas y al revistar cada punto de observación llegó al ubicado frente a la iglesia, pasando el parque, donde por ser uno de los más neurálgicos se situaron dos uniformados. Ordenó empezar la ronda, que consistió en que uno de ellos se desplazara al siguiente punto y de este el que se apostaba allí al sucesivo hasta tanto, como pescadilla que se muerde la cola, volviesen a haber dos en el punto inicial. Quedó Díaz arrebujado en su field jacket, duermevela y trémulo de frio aún en el excesivo bochorno nocturno, que evidenció transitar por un episodio febril, por lo que tomando su lugar le mandó a descansar. Se sentó apacible pero vigilante, y dispuso su fusil Galil SAR 7.62 sobre las piernas en espera de que llegase el siguiente tertuliano.

Al poco percibió un ruido en la trinchera justo detrás de él, que creyó era su nuevo compinche, aunque le fue raro por lo rápido del recorrido. No acabó de apagar la linterna de tenue luz roja que había encendido por simple juego, en una muy zangolotina reacción, y con ella, su amor actual en mente,  cuando de la esquina opuesta le sorprendió el destello –que le pareció una quema de bombril- y la consecuente explosión abracadabrante de lo que consideró –ya en una forzosa sintonía con la situación- era una bazuca accionada. Ipso facto  se desató el crepitar del bombardeo y el tableteo de fusiles y ametralladoras incesantes.

Aturdido no supo cómo llegó al suelo pero agradeció que le enseñasen a conectar el fusil a su cuerpo, pues este le cayó encima. El corazón quería huir por la boca a través de ya  una pastosa garganta, pero instintivamente preso de una curiosidad gatuna miró a través de la cañonera constatando no hallar el cuerpo mortal –que imaginó fragmentado- de Ramos sobre el frio hormigón, quien minutos antes estaba en la otra esquina haciendo uso del único teléfono público del lugar. “El hombre se había enamorado de aquella pequeña mujer entrada en carnes” –pensó- dibujando una mueca chocarrera  en su cara, pues de ser él se hubiera privado, porque como recordó del buen Cipión, perro parlante; “no es regalo, sino tormento, el besar ni dejar besarse de una vieja”, además con ella, aquel era pasmasuegras.

De vuelta a la realidad y reduciendo silueta quiso disparar, pero por disciplina de fuego se obligó a no malgastar munición, máxime al no encontrar un objetivo claro para hacerlo. Cayó en cuenta que estaba solo en ese flanco pues no halló a ninguno de los que en el plan defensa deberían tomar posición allí. A lo lejos percibía la voz morroestufa de Ortiz, que en la sala de radio además de pedir apoyo que se sabía sería tardío, daba cuenta de la muerte del “primo”, su alias. Le pareció desatinado el recado, no por no estar pasando el umbral sino, porque nadie al otro lado de las comunicaciones le conocía como tal.

La escaramuza duró casi cuatro horas, para él apenas cinco frenéticos minutos. El amanecer pintarrajeado de zozobra ofreció un panorama extrañamente intacto, lejos de ser tragedia, una obra maestra –si fuese pincelada- levemente surreal: La alfombra de oro que resplandecía al contraste de la luz solar cubría el suelo desde donde se desprendían estoicos pero deseosos de firmamento, diez o doce árboles de navidad pese no ser navidad. La exorbitante cantidad de vainillas daban la sensación de tapete y las granadas de fusil no explosionadas por quedar atrapadas en las ramas de los vetustos árboles –gracias a los anzuelos que traían-, parecían adornos navideños. En la tópica un límpido silencio si acaso fue interrumpido –ahora- por el trinar o revoloteo de apartadas avecillas, cuando se agudizaba el oído.

Esta acción fue la materialización de la otrora amenaza que por ser escrita a él le pareció romántica y muy al estilo del  edicto medieval, que se fijó sobre las puertas de algunas casas en las tres o cuatro veredas de posible patrullaje. Si mal no recordaba traía fecha 9 de junio –cercana a la trezidavomartiofobica- y señalaba con un considerado saludo que se le otorgaba a la mesnada policial veinticuatro horas para evacuar la población so pena de “arremeter contra ustedes hasta acabarlos por completo”, misiva signada por dos agrupaciones subversivas convencionales y dos de fuerzas especiales, cada una integrada por 450 militantes.

El apoyo antes solicitado en medio del ajetreo, no se hizo esperar, aunque llegó veinte horas después. El sargento destinó una patrulla de diez uniformados de entera confianza a fin de ir a buscarle y escoltarle. El resto cubrió las instalaciones y ellos marcharon rumbo al aeródromo, distante unos dos kilómetros y medio, no sin antes hacer una apesadumbrada despedida, previendo un no retorno.

En tanto se adentraron en la maraña con el ánimo de esquivar alguna emboscada, en formación zigzag y con la firme convicción de que les tocó bailar con la más fea; apretó la mandíbula, se aferró al fusil, deseó no ser hombre digno de confiar y tarareó el kyrie eleison encomendándose a la Providencia. El trayecto fraguado les obligó a sumergirse en el rio Cravo, y ya allí la presencia inesperada de una decena de toninas con apariencia humana amplificó la tropa.

Desconcierto asaz fue ver que el apoyo llegado no era para nada alentador: el alto mando decidió enviar a un solo hombre y con una muy pequeña mochila táctica, sin más. Lo contempló desde su puesto de observación improvisado que resguardaba la pista aérea, y no pudo evitar compararlo con la imagen que se había hecho de la Rebeca de García Márquez y su inseparable bolsa de notomías parental. Resignado se encogió de hombros y cerró los ojos para elevar una plegaria al emprender el arriesgado regreso, no obstante saberse ajeno a un inminente deceso, no porque hubiera soñado cómo y cuándo sería su fin, sino por la coraza protectora que su abuela, su madre y su hermana le calzaban a diario con un sinfín de oraciones elevadas al cielo.

El de la mochila resultó ser un experto zapador y laureado artificiero. Muy solícito tendió bombas-racimo dos cuadras a la redonda del emplazamiento policial, en provecho de que los vecinos civiles, conocedores de la amenaza migraron dejando sus casas como daguerrotipo. La encomiable labor empezaba antes del ocaso para deshacerse en el albor de la mañana, símil al león que muere por la noche solo para nacer al siguiente día, aunque él la comparó más bien con la barba pagana de don Camilo, un gigante del pueblo que cada 31 de diciembre se rapaba solo para dejarla crecer sin cuidado todo el año. Tender y plegar la red  fue cosa de un mes, tiempo poco mayor al que los sediciosos usaron para hostigar desde distancias fuera del alcance de la telaraña explosiva.

Los días posteriores fueron de reforzar la seguridad de instalaciones e incrementar patrullajes, al tanto que un día cualquiera, fueron sobrevolados por aviones de caza North American Rockwell OV10 en formación finger-four que pasaron tan a ras de tierra que cualquiera podía reconocerse en el reflejo del cristal del casco del piloto. Fue tan aterrador que Bermeo alcanzó a hacerles señas para que no le disparasen creyendo que lo confundirían con un enemigo, y Castrillón al contar su versión, muy serio habló de aviones VO5, sin percatarse que esa referencia alfanumérica aludía a una marca de ropa.

En otra ocasión adentrada la noche de luna nueva, el cielo resplandeció tanto que parecía de día y doña Alicia, la anciana mujer dueña del único mercado del lugar, despavorida se volcó a la calle, se hincó y soltó en retahíla cuanta oración podía, creyendo era el fin del mundo, cuando en realidad se trató de una bengala Luv-2A desprendida del avión fantasma que concurrió allí al enredar las coordenadas de otra unidad bajo asedio guerrillero.

El reloj marcaba dos horas antes del mediodía. Hacía ya meses que al sargento lo sucedió un teniente quien seleccionó entre los francos, los disponibles y los de turno, nueve uniformados manifestando le eran de mucha fiabilidad. Les convocó para ir en procura de la captura de dos insurgentes de alto perfil que en ese momento se encontraban en la carrampla, distante tres cuadras de su sitio. Mientras escuchaba se arremangó rezonglón, machacando en su mente por un lado un “vuelve y juega” y de otro, tratando de explicarse cómo podía granjearse tal confianza si solo se limitaba a hacer su oficio, sin excesos ni perjuicios.

A dedocracia, con Rivas fueron elegidos para ingresar al lupanar donde se suponía estaban los ilegales mientras los otros rodeaban el lugar, llegando en un abrir y cerrar de ojos gracias a cinco motocicletas TS 125 recién dotadas. Puestos ya a cada lado de la generosa puerta doble batiente aquel asintió con la cabeza y él se abrió paso con su fusil a la cazadora por el estrecho pasadizo, apuntando tan rápido como lo fue rápido su aparente blanco al apearse de la hamaca en la que holgaba, pero se trataba de un muy aterrorizado dueño de antro. A sus espaldas una seguidilla de disparos le obligó a salir del lugar –no sin antes verificar que estaba vacío-  para ver a su igual tendido en un zaguán, que por fortuna solo reducía silueta. Corrió a su diestra posicionándose tras una Toyota oreja de perro color verde –que le pareció era de un escondido suegro-, y desde allí entender lo que acaecía.

Los disparos provenientes de los galil repiqueteaban sobre un pequeño taller, y desde el interior los insurrectos se daban mañas para responder con sus kalashnikov, incluso con granadas. Abatido el primero sin agotar los seis cargadores que traía encima, el segundo entendió que ni el ritual de cerrar el cuerpo contra balas, tajos de machete y la misma muerte, ni la cantidad de rezos oscuros plegados de larvas y gusanos, eran infalibles. Entonces consiente que también caería –aunque ello fuera uno de los posibles destinos de volverse pateta, robar daga y pistolas-, cagalindes soltó un mayúsculo y balbuceante “no disparen”, se despegó del arma asegurándose que la tropa la viera, muy moroso y con las manos en alto brotó de la parte trasera del carro -hecho colador- que le sirvió de parapeto, y  -ahora- desaliñado se entregó.

Una aparente y momentánea calma fue el resultado de la captura que permitió al teniente reorganizar el personal y preparar la nueva misión: llevar el detenido al aeródromo donde sería recogido por otros uniformados con destino la capital y al inicio de cuanta peripecia judicial y mediática fuese digna del caso. Rivas y él engullirían un litro de ron viejo de Caldas -de los que llevaban en la cantimplora- sin pestañear y sin entonarse, justo cuando la adrenalina menguaba y una angustia-señal muy rezagada apenas llegaba. La morgue debería ocupar el nuevo sitio de aquel cadáver que nadie quiso recoger, entonces sin escrúpulos lo bulteó, lo depositó en la Toyota oreja de perro –de la que ahora se percataba- no era ni verde ni del secreto suegro, y –gracias a la humanitaria maniobra- lo llevó al hospital también, como una orden, que para colmo traía de escolta al más recluta de sus compañeros, que en cuentas alegres tendría ridículas treinta y un horas de servicio. 

De vuelta a la estación, cavilaba de un pretérito recorte de periódico que el último sacerdote católico se había marchado muchos años ha, dejando abandonada la iglesia y trancada por dentro, y lo hacía porque justamente en ese estado estaba el hospital. Al llegar y aun con el motor encendido, al occiso se le adicionó su camarada que en la resaca de la rebelión ahora lucía desvencijado, disminuido y aunque vivo, más muerto que el muerto mismo.

En esa suerte de suerte que no es buscada, se vio nuevamente huésped de una confianza que por endilgada no quería, pero que le confirió la responsabilidad de custodiar al capturado, al cadáver errante y hasta al compañero recluta y anónimo que le seguía escoltando. Eran la retaguardia de la caravana, rumbo al pequeño aeropuerto, donde –pensó- dos años antes los rebeldes habían achicharrado un Douglas C 47 del gobierno -del que solo quedaba un fosilizado costillar-, y en cuya vía tan solo trece meses habían pasado de la emboscada que segó la vida de trece policías. Los penetrantes silbidos de balas trazadoras y el eco de las detonaciones lo sacaron de sus cavilaciones. Convencido de que aún no lo habían detectado y disparaban a tientas, aprovechó que el conductor frenó la Toyota, de un salto bajó al prisionero y de un alarido al recluta, entre tanto la camioneta salió despavorida, en polvorosa y a contrapelo, llevándose consigo al fulano finado que no tuvo tiempo de bajar.

En medio de la nada y en el supuesto de que la vanguardia había caído en una emboscada repleta de disparos por doquier, acá cada vez más lejana, allá cada vez más cercana, descansó su cuerpo sobre la rodilla izquierda y esta sobre el cuerpo acostado boca abajo del insurgente debidamente esposado. A este le dijo; “si nos tenemos que morir hoy, usted va primero”, y al recluta; “dispárele a lo que se mueva”, y señalándole le indicó que cubriera las partes sur y occidental desde su ubicación, mientras él cubriría las restantes norte y oriental. Aprensivo se dio cuenta que justo en el sitio donde estaban, nueve meses antes los insurgentes asesinaron un soldado y lo dejaron como trampa cazabobos al adherirle artefactos explosivos a su cuerpo.

Por fortuna la tal emboscada cedió en achicada e improvisada escaramuza. Los de vanguardia en sus motocicletas recuperaron al custodiado detenido y trajeron de vuelta al horrorizado carro verde que nunca fue verde y en él al esquivo baleado. En una operación relámpago los de la pequeña aeronave extrajeron al trofeo viviente y rehusaron llevar al intranquilo difunto.

El pandequeso maluco que ahora era el acribillado solo encontró un breve descanso en el patio de las instalaciones castrenses ya entrada la noche.  Y preciso fue allí donde le tocó terminar también a él su turno de seguridad de ese, tan largo día. Allí, en la garita aérea de ese patio finalizaría del cuarto turno, sus dos últimas horas, es decir de 23:00 a 01:00. Cansado e hipnagógico, se aproximó taciturno a su lugar de facción abriéndose al patio sombrío. Franqueó aquel cuerpo gélido, azul pálido y crisálido depositado en el suelo vacío, que le puso la piel de gallina y que le pareció empezaba a oler rancio. Mientras lo pasaba le hizo saber que fue él quien lo trasteó todo el día cuando nadie más quiso hacerlo, por lo tanto, pedía no le asustara.

Ya desde su privilegiada posición, calmo oteó el segmento del pequeño poblado que podía verse desde ahí, y no daba crédito a la incongruencia entre la tenaz jornada y la apacible noche que decantaba. Entre tales meditaciones recuperó que en la víspera del ultimo primer turno –un día antes-, hacia las tres horas y en la garita que daba al río, Chagualá y él escucharon el llanto de un niño sobre la solitaria calle, y asomándose cautelosos le vieron de espaldas, cabello dorado, no tendría más de tres años de edad, camisa áurea de dormir dos tallas más grande que él, y descalzo. Se apresuraron a salir del refugio en su encuentro y para averiguar de qué hogar provenía, pues no le reconocían aun conociendo a todos los vecinos, constante esta de todo pueblo pequeño-infierno grande. El niño ya no estaba.

Hilvanando ideas se dijo que la visita del ausente crio quizá era una premonición de lo que estaba por suceder y que efectivamente sucedió ese día. Se cuestionó el por qué él era diana de la confianza de cada mandamás, porqué unos estuvieron en el cuartel mientras otros –incluido él- corrieron mayor peligro y por qué la elección de terceros le señalaba caminos que no quiso caminar, entre  otras cosas de similar peso. Se dio consuelo en los arbitrios del azar y del libre albedrío, pero recordó de Severino  que aquel solo era posible por la ignorancia que se tiene de la cadena de sucesos que le anteceden y que cualquier resultado de la libertad siempre fue de conocimiento de un Dios que se priva de casinos. Cayó en la cuenta además, al observar el triste despojo detrás de él que la delgada línea que separa la vida de la muerte resulta engañosa por borrosa impidiendo saber dónde termina una y empieza la otra, pero que en definitiva ya inerte, por gracia de la  preconcepción Todopoderosa, invariablemente se tocaría el cielo y no el infierno, pues de una forma u otra siempre se obró fiel a sus designios.

De reojo miró el reloj en espera que faltase poco para terminar su turno y por fin tumbarse a descansar, pero en ese instante las manecillas de tritium abrigaron las cero horas. Castaño, escuchó en una apacible voz que trajo el susurro del viento y volteándose para reparar reconoció abajo, en el patio, al pequeño niño de cabellos de oro que con una sonrisa disimulada extendió su mano, se despidió y se fue diluyendo en el aire.

Cuando yo era de este mundo dijo la abuela Ligia con casi ochenta y siete años y una memoria sempiterna, al empezar una de sus mil y una historias.

Contó a Andrei, su bisnieto, quien aprestaba atónito y con curiosidad: -El mohán se mostraba de diferentes formas; la primera vez que le vi estaba en el río bañándose, sobresalía del agua su torso oscuro y musgoso, apenas cubierto por una extensa cabellera que le envolvía la espalda y el pecho. El olor a pescado era excesivo, acre, repugnante.  En derredor todo matizado de morado a causa de la floración de esa planta acuática que llaman buchón y que parecía proliferar o extinguirse al vaivén de su desidioso movimiento.

­-En esa oportunidad mi mamá y yo estábamos lavando ropa a orilla del río. Ella nunca lo vio, como tampoco le vio días después justo al atardecer, de regreso a casa; el descomunal espanto apareció asustadizo, huraño, indefenso, queriendo resguardarse bajo un diminuto matorral por suerte cuatro veces más pequeño que él. La escena fuera de ser graciosa, debido a la posición fetal en la que se amontonó zanguango el espectro tratando de agazaparse, fue más bien pesarosa, melancólica, daba lástima verle así.

-Fue diferente la última vez que le vi, no sé si mi mamá le vio; no pregunté, asumí que le fue ajeno como lo fuera antes a pesar de señalarle su ubicación. Cerca al pueblo estaba el mohán, sus ojos brillantes parecían confundirse con el resplandor propio del tabaco -cuando se aspira- y que fumaba hábilmente, entonces su cara oculta no solo por el copioso pelambre, por la tupida barba y por la sombra hija del sombrero de paja que le cubría la testa daban la sensación de tener tres vórtices de fuego superpuestos como el triángulo del dragón, símil al cadejo cuando se le observa en la distancia escupiendo candela por la boca y los ojos. Aun así, luciendo una aterradora autoridad, se le percibía pizpireto, alipende y tarambana; rara ambivalencia.

Y es que era tan usual toparse con este o aquel portento, que el mundo de los mortales y el de los muertos parecían uno, la vecindad en pleno. Toda persona tenía una historia que contar del encuentro; bien con la patasola, la madremonte, el pollo maligno, el carro fantasma, el sombrerón, el hojarasquín, la sombra blanca, la mujer lobo, duendes que atrapados se convertían en oro, luces ancladas en guacas, brujas que no existen pero que existen, alguna del aquelarre enamorada, la niña de las travesías, ánimas querellantes, ánimas resignadas, ánimas que asustan, ánimas protectoras, ánimas desanimadas, etcétera, etcétera.

Era la época en que el diablo como diablo o como legión andaba a sus anchas por el extenso mundo y la pobre humanidad simplemente le temía, no al revés como lo es ahora. Era la época en que el diablo sabía más por viejo que por diablo, empero distrajo lo aprendido por viejo y por diablo se volvió cotidiano: era fácil reconocerle en fondas y luego en discotecas, cuando al mirarle bailar con las más agraciadas, estas en lugar de pies le encontraban pezuñas, y una que otra hasta el rabo. En lo cotidiano transmutó en mortal y como mortal, en olvido.

Quizá por eso aun de niña la abuela, recursiva como pudo tomó una larga hebra de hilo blanco –que fue el único que halló- y lo dobló en tres o cuatro vueltas  para que resistiera el ajetreo de lo traviesa que era, colgando de su cuello dos o tres medallas con la imagen del Santo cualquiera, pues en aquel entonces no los reconocía, que puestos en la boca, cual lo referenció de Joaquina, una longeva mujer que participó en la guerra de los mil días y la muerte de quinientos  soldados a filo de machete, servía añadido a un viacrucis de bendiciones repetidas como amuleto para preservarse de cuanto malamén pululaba en el ambiente. 

-Recuerdo cuando me tocaba acompañar a Lina en sus menesteres. Ella estaba deschavetada a no dar más. Su casa, una pequeña habitación de bahareque sin teñir, era repleta de pequeñas  estatuillas religiosas, baratas y santiguadas. Tenía la mirada perdida y cuando iba al rio a fin de recoger agua para los quehaceres del día siguiente, siempre que tropezaba algún desolado hueso de vaca o de animal algún otro, le encontraba dueño a quién llorar en cierto familiar muerto aunque estuviera vivo, como pasaba a menudo con doña Mariana su madre, o con Julián su hermano.  Que Dios los tenga –ahora sí, y hace mucho rato- en su santa gloria.

-Era inconfundible el olor a almizcle de macho cabrío, como era inconfundible el olor a azufre que se consustanciaba en el aire, justo cuando la vieja loca presentía e invocaba al cacho e’chivo.

-Tenía que ser verdad y no locura, no solo porque la repugnante fragancia afloraba cuando ella lo nombraba, sino porque fue el mismísimo ángel caído en persona después de tratar de liarse a una hermosa mujer sacándola a bailar en una fonda y fallar, quien se presentó en casa de Lina muy tieso y muy majo, no obstante la colección de reliquias protectoras y sin más, con presta diligencia, se la llevó. Dijéronse algunas, cual propalación de patio de vecinas que él, entonces, enseñó el libro abierto del corazón, donde se posa la verdad de su historia y ella pese a desvelar esas suaves cadenas, simplemente le siguió.

Pareció asimismo una cacería, aunque no se supo quién cazó o casó a quién.  Por eso sin ser mordaz, solo genuina sentenció: No ha de ser fortuito que casar suene como cazar, pues es toda una cacería noble e instintiva lograr cazar con quién casarse. Además el casamiento pasado un tiempo desvela la muerte lenta que es, como si la presa se desangrase a cuentagotas  o se asfixiase en el impasible constrictor hasta su ultérrimo aliento.

El mundo era tan nuevo todavía que las especies aunque se pretendieran némesis convivían bíblicamente y la usanza de lo natural era por consiguiente también natural. Así las primeras patologías se trataban en la alquimia benévola resultante de plantas machacadas o de linimentos viscerales.

Por eso, ella de cuando en vez, al llegar de la intermitente escuela encontraba encima de la empalizada que hacía las veces de mesa, un frasco de aceite de bacalao natura, un casco de naranja y un chamizo. Sabía de antemano que el silente recado era obra de  su amorosa madre, y aunque a ella no le pareciera también sabía con tristeza de su función: El aceite era para que se lo tomara como medida de prevención a la tuberculosis, enfermedad que había cegado la vida de casi las siete mujeres y de los cinco hombres, incluidos padre y madre, de la familia que en ocasiones la cuidaba sin cuidarla empero que era destino habitual; la naranja era para disimular el horrible trago, y la rama era la advertencia por si se negaba a ingerirlo. Otras veces el electuario consistía en abrasar sal de terrón por un día y mezclarlo con aguapanela oreada de ese día pa’otro que tomado en ayunas servía como remedio para quién sabe qué dolencia de la sangre.

Y para hacer frente a la bonanza de piojos se embadurnaba la testa de jugo de naranja, petróleo, manteca de cerdo sin sal o  –en un intento por recordarlo- eso que llamaron diablo rojo, luego se cubría con un pañolón que en la eterna duración aumentaba la piquiña y finalmente con un peine de madera se rastrillaba con tanta sevicia que bien podía arañarse el diencéfalo. Era preferible raparse. Por eso es que mi pelo es tan feo, dijo.

Concurrió asendereada la vida de la abuela: -De Segundo, mi padre, solo supe que fue policía y que lo asesinaron, que quiso llevarme a vivir consigo pero ante la negativa de mamá quedé pendulando  entre el jaloneo de él que me tomó de un brazo y el de ella, por el otro, y que ensimismada con una fotografía colgada en casa de una tía lejana que me acogió tras el deceso de mamá, él era de cabello ondulado, de lo que me percaté cuando aquella, fútil me dijo; ese era su papá.

Albina Ñustez, la mamá, una Santa más sin voz. En medio de tanta necesidad propia de la vida agraria, de un mundo balbuceante y de la colosal responsabilidad de ser padre y madre en uno, se dio mañas para hacer de cada cuál de sus hijos sobrevivientes gente de bien. -Como pudo nos calmó la gazuza con sopapo, cachaco, chucula, corrongo o peto de arroz aderezado con hojas de naranjo agrio. Aunque no hubo nada de eso ni en casa ni con los curas –que siempre daban algún aperitivo- el día que hice la primera comunión, pero eso sí, estrené una humildísima batola de lienzo blanco, recogida y con mangas de campana, y un pequeño moño de la misma tela, que lucí con orgullo junto con unas cotizas apenas prestadas.

-Mi mamá lavaba ropa en el río Chenche y tenía un alambique artesanal de aguardiente enterrado para granjearse algún centavo. Cierto día me dio de regalo un trago del preciado licor en un pequeño frasco farmacéutico de vidrio con tapón de corcho –de esos en los que venía el merthiolate-, creo que fue para celebrarme los quince años aunque nunca supe cuando los cumplí. En otra ocasión dos calmosos policías llegaron sin previo aviso con sendas varillas picando exactamente donde estaba el escondrijo y se la llevaron presa, todo por la información envidiosa y pinchaúvas de Evangelina, echacuervos, su mejor amiga.

Mucho después y luego de haber roto una muy preciada tinaja de barro que era prestada, cuando mi hermana María Leonor cargaba agua solo por querer sortear un barranco de forma diferente a lo recomendado por mi madre, que erosionó haciéndola caer (porque el diablo empuja) y abandonar la casa en sospecha de un posible castigo, y de que yo achicharrara en tremendas brasas la casita que era nuestro hogar,  al no advertir cuando bajé el caldero del fogón que el limpión que usé estaba prendido en unas tenues llamas que rápidamente se alimentaron de la leña apiñada y del techo de paja; muy comedida atendí –como queriendo remediar las malas pasadas-ese consejo materno de desconfiar de los hombres que engañan en procura de lograr a la mujer y alivianar su libido, y presurosa llevé la Virgen domiciliaria a su nueva hospitalaria como encargo urgente para de regreso hallarla sentada donde la dejé, hermosa con su piel de porcelana,  inmóvil y ausente de aliento divino. Con el mandado ella, mi madre, no quería que la viera partir.

-Mi cuita al quedar desamparada fue solucionada por una tía, Florentina Rodríguez, hermana de papá, que desde Armero vino por mí y me llevó a la Hacienda El puente, donde era interna y trabajaba con su familia. La fui bien con Fulvia, mi prima, un tanto mayor que yo. Ella me ayudaba a lavar pues no me quedaba tiempo por mantener cocinando cachacos para los jornaleros, fue ella quién me preguntó a quemarropa –aunque ya sabía- si tenía piojos, le dije sí, y me los quitó, con ella dormíamos en el establo y en el conticinio escuchábamos pasos desesperados de animal ungulado en el tejado que se precipitaban para caer invisibles justo a nuestros pies, siempre descalzos, y más tarde, era ella quien se devoraba las viandas que le daban a Manuel, uno de tantos trabajadores- y que él trasteaba para dármelos en una rara coquetería, así como mi primo se fumaba los cigarrillos Marlboro que otro pretendiente también muy mayor me daba, no sé para qué, pues nunca fumé, y con ella íbamos de vez en cuando a matiné a ver películas de María Félix y de Mario Moreno.

La tía parecía la abuela desalmada de la Eréndira, que no pagaba –en este caso- por el trabajo doméstico y aunque voceara fementida lo contrario, la verdad es que con ello justificaba para sus adentros la estadía de la joven en casa; su sueldo se lo apropió. El diablo era cosa del olvido, hasta que despabiló ese 9 de abril cuando la turba liberal tras el asesinato de su caudillo manchó tierra, agua y manos de sangre, demostrando el enojo de un diablo caído del cielo y luego caído de la tierra y enclaustrado en un infierno en el que tampoco ya nadie creía.

Fue así que el infierno se desató sobre ese pedazo de tierra, como demostración de su existencia. Gules y azures se mataban entre sí, familias enteras se exterminaron como jugando parqués, en turnos de un integrante por vez. Un día después del inicio, los rumores daban cuenta que en fincas cercanas los habitantes del pueblo que era liberal, estaban masacrando a los conservadores. Ligia caminó por vericuetos empedrados hasta llegar al pueblo para hacer un mandado de su tía  y a lo lejos vio un camión atiborrado de copiosa muchedumbre, furibunda y satírica que se aproximaba, venía de profanar la iglesia San Lorenzo y de asesinar a machetazos al Padre Ramírez, que creían guardaba armas al enemigo. Uno de los tripulantes en medio de la algarabía la señaló y gritó crapuloso “es goda, matémosla” solo porque llevaba un vestido negro que acullá le pareció era azul oscuro. Tuvo suerte que entre ellos venia un primo suyo que impávido la salvó en el preciso instante en que se sintió presa no solo del enjambre, sino también de una rubatosis que le martillaba en los oídos pero más en las piernas dejándoselas como gelatina.

El narcisismo destructivo del caído en todo su esplendor fue decreciendo en la medida en que ya eran pocos y fantasmas los que quedaban para matarse, o les daba flojera y aun así lo hacían espaciadamente más por costumbre que por compromiso. Entre tanto, pudo el adversario asirse del poder en la máscara del Supremo, y la engañifa fue creíble para todos. Lo oscuro siguió siendo oscuro en apariencia de la luz; y esta, diezmada sobrevivió solo en su avivamiento.

En esa aparente ataraxia, María Ligia fue sonsacada de la Hacienda El puente por su hermana Betulia cierto día que la visitó encarando a la tía por no pagarle todos los salarios que dizque le tenía ahorrados, pero oronda se hizo la de la oreja mocha y aun con la perorata nunca pagó. La trasteó entonces al canicular Girardot, sobre el río grande de la Magdalena, donde trabajaba como empleada doméstica, labor que ella también acogió luego de probarse –sin saber tampoco- cuidando niños en una casa de familia muy cerca de la panadería El Sol, su segundo trabajo pago, pero el primero en que recibió dinero.

Después de tanto periplo, Ligia tomó entonces otros rumbos y luego de una corta estadía en Ibagué decidida marchó a Pereira donde ahora también trabajaba Betulia. Dio con la casa de Doña Mariela Ángel de Vallejo y en unas vacaciones con la Hacienda Veracruz, un lugar de vieja raigambre en el sector de Cruces, finca ganadera justo en la intersección Filandia-Circasia, asimismo de su propiedad. Allí hacía de comer: manjar para los patrones y comida normalita que era manjar para los jornaleros; y allí conoció a Félix, Félix Antonio Orozco Loaiza, su indeleble redamancia: Persona bonhomía, silente y solícito trabajador, degustador de frisoles y ávido colector y conocedor de amaneceres que en cierta ocasión sin perder de vista unos ojos que le correspondían con el corazón, dejó en el mesón, con mucha puridad su foto de carnet en sepia como declaración y que ella cogitabunda y sin mediar palabra, guardó recelosa como afirmando el inicio de la relación.

Suanfanson pasaron los días, hasta que fueron semanas efímeras y meses para la recordación. Sin darse cuenta, el tiempo en pareja se fue escurriendo como agua entre las manos, en el trabajo cotidiano del campo, siempre despertando antes de la trinca cantata del gallo corruptor, justo cuando se pintan y enarbolan los amaneceres, entre idas y vueltas a Pereira para ir al matiné de la María Félix y del Mario Moreno, o a caminar los pasos entre el redondo lago Uribe Uribe, el parque del Bolívar mostrón sin el Bolívar mostrón,  la estación del tren en  el parque Olaya Herrera pasando por el Gran Hotel para terminar en la iglesia Nuestra Señora de Valvanera, donde dos años después se casaron un cuatro de mayo y donde 56 años más tarde fue la cristianización de su bisnieto Andrei.  De pronto el cúmulo de días los sorprendió nueve meses menos tres días después del casorio, había llegado Luz Amparo, su primera hija, a quien siguió 42 meses pasados Samuel Jairo, quien nació justo en el centenario de Pereira.

Mirar hacia adelante, al futuro incierto que se espera sea como se desea,  es una tarea harto distante; pero mirar hacia atrás, al pasado de lo ya vivido es cuestión de un ratico, siempre inverosímil cuando se compara con la edad actual.

Y así, en estos avatares deambularon por otras fincas y retornaron a la Hacienda Veracruz, ella ayudada con la renta de la leche que él le daba como mandato de su madre, doña María Acenet Loaiza Toro, y él con un préstamo a la Caja Agraria se hizo con Agua Bonita, una pequeña finca en que vivir con su familia donde pivoteaban diminutas lucecitas de vez en cuando y donde años más tarde –cuando la vendió para hacerse a una casita en el pueblo- encontraron una guaca; y donde también vio, justo una tarde cuando llegaba del trabajo, un objeto volador que no era avión pero si muy brillante con forma de pescado; disfrutaron de festivales y bingos en fondas cercanas, en las que también, a veces, se pavoneaba el diablo sin Lina sacando a danzar a las más pispas –como en los viejos tiempos-; y de pronto Luz Amparo se enamoró del buen hombre, eufemismo de Aldemar, y se casaron, y tuvieron hijos, el primero cuando ella transitaba los 14 años, él tendría 27, y se enteró por telegrama un día después cuando estaba haciendo curso para Cabo Segundo.

Los almanaques de cigarrillos Pielroja que como testigos del tiempo que bien pudieron ser antología, pasaron desapercibidos y embolatados bajo algún viejo colchón, dando cuenta por suerte -cuando se les encontraba sin buscarlos- de ese largo tiempo ya caminado en los quehaceres cotidianos, y sin el asombro de las cosas nuevas porque en el campo es difícil enterarse de las cosas nuevas. Fueron tantos los años transcurridos así, que un día María Ligia se vio sin la labor de finca, Félix había decidido vender Agua Bonita y hacerse con una casa en Circasia, el linaje estaba sumando, y creció a tal paso, que más tarde, en 1985 eran abuelos de dos varones y una niña de escasos cuatro años.

Como siempre lo hizo, la abuela despertó con los primeros gallos y desde que abrió los ojos fue asaltada  por una sobrecogedora atmósfera de desolación por su familia de Armero, inclusive por Florentina, que siendo distante era su única familia conocida. Poco menos de un año miles de peces del rio Lagunilla, florecían en la superficie o muertos o para parsimoniosos dejarse morir, y era inconfundible el olor a azufre en el ambiente, como cuando Lina desapareció en su idílico y díscolo amor. Al encender el viejo televisor Toshiba Blackstripe a color de caparazón rojo que reemplazó al Sony blanco y negro que lucía un vidrio verde sobre la pantalla para evitar el brillo de las imágenes y que contrastaba con su armadura amarilla, vio que  Noticias 1 en la Cadena Uno tenía acaparada toda emisión, el nevado del Ruiz hizo erupción la noche anterior –casi martes 13- y como consecuencia una avalancha precisamente del rio Lagunilla sepultó a Armero, dejando intactos el cementerio, la zona de tolerancia y cuatro estatuas de la Virgen María que incluyendo la de la Hacienda El Puente estaban diseminadas sobre los puntos cardinales del pueblo. Cayó en la cuenta de varias cosas: que su familia había desaparecido, de ahí el presagio triste que la carcomió toda la mañana, que la Virgen María de la Hacienda El Puente era calcada a la Virgen María de la Hacienda Veracruz, por lo que pensó la protegía, que volvía a salir ilesa de ese lugar como si el destino le negara ese destino, y que pese al inconfundible olor a azufre custodio del cacho e’chivo este desastre no era de su autoría, pues rememoró que 37 años ha, el Padre mártir antes de su último suspiro vaticinó “No quedará piedra sobre piedra en Armero”. La profecía se había cumplido.

En medio de tantos recuerdos apiñados y de un sinfín de jaculatorias repetidas todos los días del mes, todos los meses del año en un muy riguroso ritual del que nunca supo cuándo ni cómo empezó, ni al que nunca faltó,  Ligia se fue marchitando de apoco, pero no su memoria. Podía contar mil y una vez la misma historia, su historia, de la misma forma las mil y una veces que la recitaba y además almacenó en su cabecita de cabello corto y níveo tantas y tan antiguas recetas de cocina que bien podría considerarse sabía cómo disponer así de los buñuelos de maíz y queso molido que siempre preparaba para la navidad, como el plato prohibido y vigilado por el mismísimo Dios que es el  hortolano al armañac, y que nunca pudo cocinar más por falta del avecilla que por falta de ganas, aunque desconociera que era pecado, porque de saberlo ni lo hubiera pensado.

Ajenos y  distantes –no por falta de interés, sino en la ausencia de un inmediato medio de comunicación que suministrara las noticias a buen tiempo- resultaron ser para ella en su estadía terrenal, la segunda guerra mundial que ocupó en alma, vida y sombrero al mismísimo cacho e’chivo luciendo un diminuto bigote y un peinado partido, como artífice de la destrucción entre países del eje y países aliados, antes de reparar en la violencia azulgrana que casi termina con su vida allá en Armero, y que también lo ocupó a medio tiempo y como titiritero en la posterior guerra fría que puso al mundo en vilo nuclear y que dio paso al pequeño paso para el hombre pero  al gran salto para la humanidad que lo aterrizó en la luna, si bien antes ladrara en el silencio sideral una minúscula perra de pelo rizado muy confundida y sentenciada a muerte, o mucho más adelante mostrándolo incitador a la antiquísima costumbre sin fundamento de los fundamentalistas de la guerra que de santa nada tiene, al estrellar por doquier aviones repleticos de gente inocente contra edificios repleticos –también- de gente inocente. Eso de las guerras grandes o pequeñas, locales o mundiales, y el sucumbir de enfermedades igual de mortíferas con nombres abreviados o alfanuméricos que ya no podían curarse con plantas machacadas o linimentos viscerales, verbigracia la gripe asiática H2N2, el VIH SIDA o el COVID-19 daban la sensación de un complot en el actuar de un incansable ángel caído de no solo asustar a la humanidad como en la otrora época del mohán, los portentos y las legiones; sino de eliminarlos en la cuantía de la mitad más uno, como un quorum obligado que para colmo traía la falsa excusa bienhechora de que la mitad menos uno sobreviviente pudiera vivir mejor con los recursos ya mermados del mundo.

Noventa años cumplió la abuela este mes de junio último, fue celebrado con el vals que no bailó al cumplir quince. La familia aumentó y disminuyó; ahora la integran sus hijos, Luz Amparo y Samuel Jairo, cuatro nietos: Carlos Andrés e Iván Darío, María Alexandra y Luisa Fernanda, y seis bisnietos: Cinara Marcela, Jerónimo, Sarah Zoe, Kamil Andrei, María Luciana y Altair Sofía,  pero Félix y Aldemar son ahora dos santos más convertidos en plegaria.

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