Michín recobró el sentido
y se halló manco, impedido,
tuerto, hambriento y sin un real....”
Entre sumas y restas mentales concluyó que había duplicado en mujeres su edad más quince, de tal suerte que; trece no tenían más profesión que la vida misma o algo parecido, dos fueron pedagogas, dieciocho colegialas, una hacendada, un par de hermanas y un par de primas, cinco criadas, una enfermera, catorce y media cortesanas, una falsa novicia, dos amores platónicos y uno verdadero, una alquimista, cuatro altas ejecutivas, una rapsoda, dos virtuosas esposas, una turista, una valquiria, dos pistoleras con Smith & Wesson al cinto, una gitana, una tanatopractora, dos concejalas, una creyente, tres cerebros fugados, una chica de portada, una piloto de rally, una esteticista y una niña de las flores. Pero de ellas solo su edad más diez pasó por su lecho.
Así, al paso de los primeros años una y otra cosa le fueron labrando de a poco una vida sin escrúpulos ni temeridad, pero asida de la mano de un lado por una implícita moralidad y de la otra por un acertado criterio de la justicia.
El recuerdo inicial de esa instancia fue seguido cronológicamente de otros en los que la vida, su vida quedó en riesgo.
Apenas pudo superar el año de entrenamiento fue asignado junto a treinta y dos de sus iguales -que a la sazón se autodenominaban cursos-, a un pequeño caserío sembrado en medio del inmenso llano, distante de la ciudad mayor cuarenta y cinco minutos en avión ligero y algo más de ocho horas por vía terrestre, imposible de peregrinar por ser ruta arcaica e infestada de ortodoxa insurrección.
En aquella noche negra, silente, tétrica, ausente de leónidas -muy a pesar del calendario-, ya llevaba seis días al mando de diez cursos en su turno. Corrían casi las veintiún horas y al revistar cada punto de observación llegó al ubicado frente a la iglesia, pasando el parque, donde por ser uno de los más neurálgicos se situaron dos uniformados. Ordenó empezar la ronda, que consistió en que uno de ellos se desplazara al siguiente punto y de este el que se apostaba allí al sucesivo hasta tanto, como pescadilla que se muerde la cola, volviesen a haber dos en el punto inicial. Quedó Díaz arrebujado en su field jacket, duermevela y trémulo de frio aún en el excesivo bochorno nocturno, que evidenció transitar por un episodio febril, por lo que tomando su lugar le mandó a descansar. Se sentó apacible pero vigilante, y dispuso su fusil Galil SAR 7.62 sobre las piernas en espera de que llegase el siguiente tertuliano.
Al poco percibió un ruido en la trinchera justo detrás de él, que creyó era su nuevo compinche, aunque le fue raro por lo rápido del recorrido. No acabó de apagar la linterna de tenue luz roja que había encendido por simple juego, en una muy zangolotina reacción, y con ella, su amor actual en mente, cuando de la esquina opuesta le sorprendió el destello –que le pareció una quema de bombril- y la consecuente explosión abracadabrante de lo que consideró –ya en una forzosa sintonía con la situación- era una bazuca accionada. Ipso facto se desató el crepitar del bombardeo y el tableteo de fusiles y ametralladoras incesantes.
Aturdido no supo cómo llegó al suelo pero agradeció que le enseñasen a conectar el fusil a su cuerpo, pues este le cayó encima. El corazón quería huir por la boca a través de ya una pastosa garganta, pero instintivamente preso de una curiosidad gatuna miró a través de la cañonera constatando no hallar el cuerpo mortal –que imaginó fragmentado- de Ramos sobre el frio hormigón, quien minutos antes estaba en la otra esquina haciendo uso del único teléfono público del lugar. “El hombre se había enamorado de aquella pequeña mujer entrada en carnes” –pensó- dibujando una mueca chocarrera en su cara, pues de ser él se hubiera privado, porque como recordó del buen Cipión, perro parlante; “no es regalo, sino tormento, el besar ni dejar besarse de una vieja”, además con ella, aquel era pasmasuegras.
De vuelta a la realidad y reduciendo silueta quiso disparar, pero por disciplina de fuego se obligó a no malgastar munición, máxime al no encontrar un objetivo claro para hacerlo. Cayó en cuenta que estaba solo en ese flanco pues no halló a ninguno de los que en el plan defensa deberían tomar posición allí. A lo lejos percibía la voz morroestufa de Ortiz, que en la sala de radio además de pedir apoyo que se sabía sería tardío, daba cuenta de la muerte del “primo”, su alias. Le pareció desatinado el recado, no por no estar pasando el umbral sino, porque nadie al otro lado de las comunicaciones le conocía como tal.
La escaramuza duró casi cuatro horas, para él apenas cinco frenéticos minutos. El amanecer pintarrajeado de zozobra ofreció un panorama extrañamente intacto, lejos de ser tragedia, una obra maestra –si fuese pincelada- levemente surreal: La alfombra de oro que resplandecía al contraste de la luz solar cubría el suelo desde donde se desprendían estoicos pero deseosos de firmamento, diez o doce árboles de navidad pese no ser navidad. La exorbitante cantidad de vainillas daban la sensación de tapete y las granadas de fusil no explosionadas por quedar atrapadas en las ramas de los vetustos árboles –gracias a los anzuelos que traían-, parecían adornos navideños. En la tópica un límpido silencio si acaso fue interrumpido –ahora- por el trinar o revoloteo de apartadas avecillas, cuando se agudizaba el oído.
Esta acción fue la materialización de la otrora amenaza que por ser escrita a él le pareció romántica y muy al estilo del edicto medieval, que se fijó sobre las puertas de algunas casas en las tres o cuatro veredas de posible patrullaje. Si mal no recordaba traía fecha 9 de junio –cercana a la trezidavomartiofobica- y señalaba con un considerado saludo que se le otorgaba a la mesnada policial veinticuatro horas para evacuar la población so pena de “arremeter contra ustedes hasta acabarlos por completo”, misiva signada por dos agrupaciones subversivas convencionales y dos de fuerzas especiales, cada una integrada por 450 militantes.
El apoyo antes solicitado en medio del ajetreo, no se hizo esperar, aunque llegó veinte horas después. El sargento destinó una patrulla de diez uniformados de entera confianza a fin de ir a buscarle y escoltarle. El resto cubrió las instalaciones y ellos marcharon rumbo al aeródromo, distante unos dos kilómetros y medio, no sin antes hacer una apesadumbrada despedida, previendo un no retorno.
En tanto se adentraron en la maraña con el ánimo de esquivar alguna emboscada, en formación zigzag y con la firme convicción de que les tocó bailar con la más fea; apretó la mandíbula, se aferró al fusil, deseó no ser hombre digno de confiar y tarareó el kyrie eleison encomendándose a la Providencia. El trayecto fraguado les obligó a sumergirse en el rio Cravo, y ya allí la presencia inesperada de una decena de toninas con apariencia humana amplificó la tropa.
Desconcierto asaz fue ver que el apoyo llegado no era para nada alentador: el alto mando decidió enviar a un solo hombre y con una muy pequeña mochila táctica, sin más. Lo contempló desde su puesto de observación improvisado que resguardaba la pista aérea, y no pudo evitar compararlo con la imagen que se había hecho de la Rebeca de García Márquez y su inseparable bolsa de notomías parental. Resignado se encogió de hombros y cerró los ojos para elevar una plegaria al emprender el arriesgado regreso, no obstante saberse ajeno a un inminente deceso, no porque hubiera soñado cómo y cuándo sería su fin, sino por la coraza protectora que su abuela, su madre y su hermana le calzaban a diario con un sinfín de oraciones elevadas al cielo.
El de la mochila resultó ser un experto zapador y laureado artificiero. Muy solícito tendió bombas-racimo dos cuadras a la redonda del emplazamiento policial, en provecho de que los vecinos civiles, conocedores de la amenaza migraron dejando sus casas como daguerrotipo. La encomiable labor empezaba antes del ocaso para deshacerse en el albor de la mañana, símil al león que muere por la noche solo para nacer al siguiente día, aunque él la comparó más bien con la barba pagana de don Camilo, un gigante del pueblo que cada 31 de diciembre se rapaba solo para dejarla crecer sin cuidado todo el año. Tender y plegar la red fue cosa de un mes, tiempo poco mayor al que los sediciosos usaron para hostigar desde distancias fuera del alcance de la telaraña explosiva.
Los días posteriores fueron de reforzar la seguridad de instalaciones e incrementar patrullajes, al tanto que un día cualquiera, fueron sobrevolados por aviones de caza North American Rockwell OV10 en formación finger-four que pasaron tan a ras de tierra que cualquiera podía reconocerse en el reflejo del cristal del casco del piloto. Fue tan aterrador que Bermeo alcanzó a hacerles señas para que no le disparasen creyendo que lo confundirían con un enemigo, y Castrillón al contar su versión, muy serio habló de aviones VO5, sin percatarse que esa referencia alfanumérica aludía a una marca de ropa.
En otra ocasión adentrada la noche de luna nueva, el cielo resplandeció tanto que parecía de día y doña Alicia, la anciana mujer dueña del único mercado del lugar, despavorida se volcó a la calle, se hincó y soltó en retahíla cuanta oración podía, creyendo era el fin del mundo, cuando en realidad se trató de una bengala Luv-2A desprendida del avión fantasma que concurrió allí al enredar las coordenadas de otra unidad bajo asedio guerrillero.
El reloj marcaba dos horas antes del mediodía. Hacía ya meses que al sargento lo sucedió un teniente quien seleccionó entre los francos, los disponibles y los de turno, nueve uniformados manifestando le eran de mucha fiabilidad. Les convocó para ir en procura de la captura de dos insurgentes de alto perfil que en ese momento se encontraban en la carrampla, distante tres cuadras de su sitio. Mientras escuchaba se arremangó rezonglón, machacando en su mente por un lado un “vuelve y juega” y de otro, tratando de explicarse cómo podía granjearse tal confianza si solo se limitaba a hacer su oficio, sin excesos ni perjuicios.
Los disparos provenientes de los galil repiqueteaban sobre un pequeño taller, y desde el interior los insurrectos se daban mañas para responder con sus kalashnikov, incluso con granadas. Abatido el primero sin agotar los seis cargadores que traía encima, el segundo entendió que ni el ritual de cerrar el cuerpo contra balas, tajos de machete y la misma muerte, ni la cantidad de rezos oscuros plegados de larvas y gusanos, eran infalibles. Entonces consiente que también caería –aunque ello fuera uno de los posibles destinos de volverse pateta, robar daga y pistolas-, cagalindes soltó un mayúsculo y balbuceante “no disparen”, se despegó del arma asegurándose que la tropa la viera, muy moroso y con las manos en alto brotó de la parte trasera del carro -hecho colador- que le sirvió de parapeto, y -ahora- desaliñado se entregó.
Una aparente y momentánea calma fue el resultado de la captura que permitió al teniente reorganizar el personal y preparar la nueva misión: llevar el detenido al aeródromo donde sería recogido por otros uniformados con destino la capital y al inicio de cuanta peripecia judicial y mediática fuese digna del caso. Rivas y él engullirían un litro de ron viejo de Caldas -de los que llevaban en la cantimplora- sin pestañear y sin entonarse, justo cuando la adrenalina menguaba y una angustia-señal muy rezagada apenas llegaba. La morgue debería ocupar el nuevo sitio de aquel cadáver que nadie quiso recoger, entonces sin escrúpulos lo bulteó, lo depositó en la Toyota oreja de perro –de la que ahora se percataba- no era ni verde ni del secreto suegro, y –gracias a la humanitaria maniobra- lo llevó al hospital también, como una orden, que para colmo traía de escolta al más recluta de sus compañeros, que en cuentas alegres tendría ridículas treinta y un horas de servicio.
De vuelta a la estación, cavilaba de un pretérito recorte de periódico que el último sacerdote católico se había marchado muchos años ha, dejando abandonada la iglesia y trancada por dentro, y lo hacía porque justamente en ese estado estaba el hospital. Al llegar y aun con el motor encendido, al occiso se le adicionó su camarada que en la resaca de la rebelión ahora lucía desvencijado, disminuido y aunque vivo, más muerto que el muerto mismo.
En esa suerte de suerte que no es buscada, se vio nuevamente huésped de una confianza que por endilgada no quería, pero que le confirió la responsabilidad de custodiar al capturado, al cadáver errante y hasta al compañero recluta y anónimo que le seguía escoltando. Eran la retaguardia de la caravana, rumbo al pequeño aeropuerto, donde –pensó- dos años antes los rebeldes habían achicharrado un Douglas C 47 del gobierno -del que solo quedaba un fosilizado costillar-, y en cuya vía tan solo trece meses habían pasado de la emboscada que segó la vida de trece policías. Los penetrantes silbidos de balas trazadoras y el eco de las detonaciones lo sacaron de sus cavilaciones. Convencido de que aún no lo habían detectado y disparaban a tientas, aprovechó que el conductor frenó la Toyota, de un salto bajó al prisionero y de un alarido al recluta, entre tanto la camioneta salió despavorida, en polvorosa y a contrapelo, llevándose consigo al fulano finado que no tuvo tiempo de bajar.
En medio de la nada y en el supuesto de que la vanguardia había caído en una emboscada repleta de disparos por doquier, acá cada vez más lejana, allá cada vez más cercana, descansó su cuerpo sobre la rodilla izquierda y esta sobre el cuerpo acostado boca abajo del insurgente debidamente esposado. A este le dijo; “si nos tenemos que morir hoy, usted va primero”, y al recluta; “dispárele a lo que se mueva”, y señalándole le indicó que cubriera las partes sur y occidental desde su ubicación, mientras él cubriría las restantes norte y oriental. Aprensivo se dio cuenta que justo en el sitio donde estaban, nueve meses antes los insurgentes asesinaron un soldado y lo dejaron como trampa cazabobos al adherirle artefactos explosivos a su cuerpo.
Por fortuna la tal emboscada cedió en achicada e improvisada escaramuza. Los de vanguardia en sus motocicletas recuperaron al custodiado detenido y trajeron de vuelta al horrorizado carro verde que nunca fue verde y en él al esquivo baleado. En una operación relámpago los de la pequeña aeronave extrajeron al trofeo viviente y rehusaron llevar al intranquilo difunto.
El pandequeso maluco que ahora era el acribillado solo encontró un breve descanso en el patio de las instalaciones castrenses ya entrada la noche. Y preciso fue allí donde le tocó terminar también a él su turno de seguridad de ese, tan largo día. Allí, en la garita aérea de ese patio finalizaría del cuarto turno, sus dos últimas horas, es decir de 23:00 a 01:00. Cansado e hipnagógico, se aproximó taciturno a su lugar de facción abriéndose al patio sombrío. Franqueó aquel cuerpo gélido, azul pálido y crisálido depositado en el suelo vacío, que le puso la piel de gallina y que le pareció empezaba a oler rancio. Mientras lo pasaba le hizo saber que fue él quien lo trasteó todo el día cuando nadie más quiso hacerlo, por lo tanto, pedía no le asustara.
Ya desde su privilegiada posición, calmo oteó el segmento del pequeño poblado que podía verse desde ahí, y no daba crédito a la incongruencia entre la tenaz jornada y la apacible noche que decantaba. Entre tales meditaciones recuperó que en la víspera del ultimo primer turno –un día antes-, hacia las tres horas y en la garita que daba al río, Chagualá y él escucharon el llanto de un niño sobre la solitaria calle, y asomándose cautelosos le vieron de espaldas, cabello dorado, no tendría más de tres años de edad, camisa áurea de dormir dos tallas más grande que él, y descalzo. Se apresuraron a salir del refugio en su encuentro y para averiguar de qué hogar provenía, pues no le reconocían aun conociendo a todos los vecinos, constante esta de todo pueblo pequeño-infierno grande. El niño ya no estaba.
Hilvanando ideas se dijo que la visita del ausente crio quizá era una premonición de lo que estaba por suceder y que efectivamente sucedió ese día. Se cuestionó el por qué él era diana de la confianza de cada mandamás, porqué unos estuvieron en el cuartel mientras otros –incluido él- corrieron mayor peligro y por qué la elección de terceros le señalaba caminos que no quiso caminar, entre otras cosas de similar peso. Se dio consuelo en los arbitrios del azar y del libre albedrío, pero recordó de Severino que aquel solo era posible por la ignorancia que se tiene de la cadena de sucesos que le anteceden y que cualquier resultado de la libertad siempre fue de conocimiento de un Dios que se priva de casinos. Cayó en la cuenta además, al observar el triste despojo detrás de él que la delgada línea que separa la vida de la muerte resulta engañosa por borrosa impidiendo saber dónde termina una y empieza la otra, pero que en definitiva ya inerte, por gracia de la preconcepción Todopoderosa, invariablemente se tocaría el cielo y no el infierno, pues de una forma u otra siempre se obró fiel a sus designios.
Cuando yo era de este mundo dijo la abuela Ligia con casi ochenta y siete años y una memoria sempiterna, al empezar una de sus mil y una historias.
-En esa oportunidad mi mamá y yo estábamos lavando ropa a orilla del río. Ella nunca lo vio, como tampoco le vio días después justo al atardecer, de regreso a casa; el descomunal espanto apareció asustadizo, huraño, indefenso, queriendo resguardarse bajo un diminuto matorral por suerte cuatro veces más pequeño que él. La escena fuera de ser graciosa, debido a la posición fetal en la que se amontonó zanguango el espectro tratando de agazaparse, fue más bien pesarosa, melancólica, daba lástima verle así.
-Fue diferente la última vez que le vi, no sé si mi mamá le vio; no pregunté, asumí que le fue ajeno como lo fuera antes a pesar de señalarle su ubicación. Cerca al pueblo estaba el mohán, sus ojos brillantes parecían confundirse con el resplandor propio del tabaco -cuando se aspira- y que fumaba hábilmente, entonces su cara oculta no solo por el copioso pelambre, por la tupida barba y por la sombra hija del sombrero de paja que le cubría la testa daban la sensación de tener tres vórtices de fuego superpuestos como el triángulo del dragón, símil al cadejo cuando se le observa en la distancia escupiendo candela por la boca y los ojos. Aun así, luciendo una aterradora autoridad, se le percibía pizpireto, alipende y tarambana; rara ambivalencia.
Y es que era tan usual toparse con este o aquel portento, que el mundo de los mortales y el de los muertos parecían uno, la vecindad en pleno. Toda persona tenía una historia que contar del encuentro; bien con la patasola, la madremonte, el pollo maligno, el carro fantasma, el sombrerón, el hojarasquín, la sombra blanca, la mujer lobo, duendes que atrapados se convertían en oro, luces ancladas en guacas, brujas que no existen pero que existen, alguna del aquelarre enamorada, la niña de las travesías, ánimas querellantes, ánimas resignadas, ánimas que asustan, ánimas protectoras, ánimas desanimadas, etcétera, etcétera.
Era la época en que el diablo como diablo o como legión andaba a sus anchas por el extenso mundo y la pobre humanidad simplemente le temía, no al revés como lo es ahora. Era la época en que el diablo sabía más por viejo que por diablo, empero distrajo lo aprendido por viejo y por diablo se volvió cotidiano: era fácil reconocerle en fondas y luego en discotecas, cuando al mirarle bailar con las más agraciadas, estas en lugar de pies le encontraban pezuñas, y una que otra hasta el rabo. En lo cotidiano transmutó en mortal y como mortal, en olvido.
Quizá por eso aun de niña la abuela, recursiva como pudo tomó una larga hebra de hilo blanco –que fue el único que halló- y lo dobló en tres o cuatro vueltas para que resistiera el ajetreo de lo traviesa que era, colgando de su cuello dos o tres medallas con la imagen del Santo cualquiera, pues en aquel entonces no los reconocía, que puestos en la boca, cual lo referenció de Joaquina, una longeva mujer que participó en la guerra de los mil días y la muerte de quinientos soldados a filo de machete, servía añadido a un viacrucis de bendiciones repetidas como amuleto para preservarse de cuanto malamén pululaba en el ambiente.
-Recuerdo cuando me tocaba acompañar a Lina en sus menesteres. Ella estaba deschavetada a no dar más. Su casa, una pequeña habitación de bahareque sin teñir, era repleta de pequeñas estatuillas religiosas, baratas y santiguadas. Tenía la mirada perdida y cuando iba al rio a fin de recoger agua para los quehaceres del día siguiente, siempre que tropezaba algún desolado hueso de vaca o de animal algún otro, le encontraba dueño a quién llorar en cierto familiar muerto aunque estuviera vivo, como pasaba a menudo con doña Mariana su madre, o con Julián su hermano. Que Dios los tenga –ahora sí, y hace mucho rato- en su santa gloria.
-Era inconfundible el olor a almizcle de macho cabrío, como era inconfundible el olor a azufre que se consustanciaba en el aire, justo cuando la vieja loca presentía e invocaba al cacho e’chivo.
-Tenía que ser verdad y no locura, no solo porque la repugnante fragancia afloraba cuando ella lo nombraba, sino porque fue el mismísimo ángel caído en persona después de tratar de liarse a una hermosa mujer sacándola a bailar en una fonda y fallar, quien se presentó en casa de Lina muy tieso y muy majo, no obstante la colección de reliquias protectoras y sin más, con presta diligencia, se la llevó. Dijéronse algunas, cual propalación de patio de vecinas que él, entonces, enseñó el libro abierto del corazón, donde se posa la verdad de su historia y ella pese a desvelar esas suaves cadenas, simplemente le siguió.
Pareció asimismo una cacería, aunque no se supo quién cazó o casó a quién. Por eso sin ser mordaz, solo genuina sentenció: No ha de ser fortuito que casar suene como cazar, pues es toda una cacería noble e instintiva lograr cazar con quién casarse. Además el casamiento pasado un tiempo desvela la muerte lenta que es, como si la presa se desangrase a cuentagotas o se asfixiase en el impasible constrictor hasta su ultérrimo aliento.
El mundo era tan nuevo todavía que las especies aunque se pretendieran némesis convivían bíblicamente y la usanza de lo natural era por consiguiente también natural. Así las primeras patologías se trataban en la alquimia benévola resultante de plantas machacadas o de linimentos viscerales.
Por eso, ella de cuando en vez, al llegar de la intermitente escuela encontraba encima de la empalizada que hacía las veces de mesa, un frasco de aceite de bacalao natura, un casco de naranja y un chamizo. Sabía de antemano que el silente recado era obra de su amorosa madre, y aunque a ella no le pareciera también sabía con tristeza de su función: El aceite era para que se lo tomara como medida de prevención a la tuberculosis, enfermedad que había cegado la vida de casi las siete mujeres y de los cinco hombres, incluidos padre y madre, de la familia que en ocasiones la cuidaba sin cuidarla empero que era destino habitual; la naranja era para disimular el horrible trago, y la rama era la advertencia por si se negaba a ingerirlo. Otras veces el electuario consistía en abrasar sal de terrón por un día y mezclarlo con aguapanela oreada de ese día pa’otro que tomado en ayunas servía como remedio para quién sabe qué dolencia de la sangre.
Y para hacer frente a la bonanza de piojos se embadurnaba la testa de jugo de naranja, petróleo, manteca de cerdo sin sal o –en un intento por recordarlo- eso que llamaron diablo rojo, luego se cubría con un pañolón que en la eterna duración aumentaba la piquiña y finalmente con un peine de madera se rastrillaba con tanta sevicia que bien podía arañarse el diencéfalo. Era preferible raparse. Por eso es que mi pelo es tan feo, dijo.
Concurrió asendereada la vida de la abuela: -De Segundo, mi padre, solo supe que fue policía y que lo asesinaron, que quiso llevarme a vivir consigo pero ante la negativa de mamá quedé pendulando entre el jaloneo de él que me tomó de un brazo y el de ella, por el otro, y que ensimismada con una fotografía colgada en casa de una tía lejana que me acogió tras el deceso de mamá, él era de cabello ondulado, de lo que me percaté cuando aquella, fútil me dijo; ese era su papá.
Albina Ñustez, la mamá, una Santa más sin voz. En medio de tanta necesidad propia de la vida agraria, de un mundo balbuceante y de la colosal responsabilidad de ser padre y madre en uno, se dio mañas para hacer de cada cuál de sus hijos sobrevivientes gente de bien. -Como pudo nos calmó la gazuza con sopapo, cachaco, chucula, corrongo o peto de arroz aderezado con hojas de naranjo agrio. Aunque no hubo nada de eso ni en casa ni con los curas –que siempre daban algún aperitivo- el día que hice la primera comunión, pero eso sí, estrené una humildísima batola de lienzo blanco, recogida y con mangas de campana, y un pequeño moño de la misma tela, que lucí con orgullo junto con unas cotizas apenas prestadas.
-Mi mamá lavaba ropa en el río Chenche y tenía un alambique artesanal de aguardiente enterrado para granjearse algún centavo. Cierto día me dio de regalo un trago del preciado licor en un pequeño frasco farmacéutico de vidrio con tapón de corcho –de esos en los que venía el merthiolate-, creo que fue para celebrarme los quince años aunque nunca supe cuando los cumplí. En otra ocasión dos calmosos policías llegaron sin previo aviso con sendas varillas picando exactamente donde estaba el escondrijo y se la llevaron presa, todo por la información envidiosa y pinchaúvas de Evangelina, echacuervos, su mejor amiga.
Mucho después y luego de haber roto una muy preciada tinaja de barro que era prestada, cuando mi hermana María Leonor cargaba agua solo por querer sortear un barranco de forma diferente a lo recomendado por mi madre, que erosionó haciéndola caer (porque el diablo empuja) y abandonar la casa en sospecha de un posible castigo, y de que yo achicharrara en tremendas brasas la casita que era nuestro hogar, al no advertir cuando bajé el caldero del fogón que el limpión que usé estaba prendido en unas tenues llamas que rápidamente se alimentaron de la leña apiñada y del techo de paja; muy comedida atendí –como queriendo remediar las malas pasadas-ese consejo materno de desconfiar de los hombres que engañan en procura de lograr a la mujer y alivianar su libido, y presurosa llevé la Virgen domiciliaria a su nueva hospitalaria como encargo urgente para de regreso hallarla sentada donde la dejé, hermosa con su piel de porcelana, inmóvil y ausente de aliento divino. Con el mandado ella, mi madre, no quería que la viera partir.
-Mi cuita al quedar desamparada fue solucionada por una tía, Florentina Rodríguez, hermana de papá, que desde Armero vino por mí y me llevó a la Hacienda El puente, donde era interna y trabajaba con su familia. La fui bien con Fulvia, mi prima, un tanto mayor que yo. Ella me ayudaba a lavar pues no me quedaba tiempo por mantener cocinando cachacos para los jornaleros, fue ella quién me preguntó a quemarropa –aunque ya sabía- si tenía piojos, le dije sí, y me los quitó, con ella dormíamos en el establo y en el conticinio escuchábamos pasos desesperados de animal ungulado en el tejado que se precipitaban para caer invisibles justo a nuestros pies, siempre descalzos, y más tarde, era ella quien se devoraba las viandas que le daban a Manuel, uno de tantos trabajadores- y que él trasteaba para dármelos en una rara coquetería, así como mi primo se fumaba los cigarrillos Marlboro que otro pretendiente también muy mayor me daba, no sé para qué, pues nunca fumé, y con ella íbamos de vez en cuando a matiné a ver películas de María Félix y de Mario Moreno.
La tía parecía la abuela desalmada de la Eréndira, que no pagaba –en este caso- por el trabajo doméstico y aunque voceara fementida lo contrario, la verdad es que con ello justificaba para sus adentros la estadía de la joven en casa; su sueldo se lo apropió. El diablo era cosa del olvido, hasta que despabiló ese 9 de abril cuando la turba liberal tras el asesinato de su caudillo manchó tierra, agua y manos de sangre, demostrando el enojo de un diablo caído del cielo y luego caído de la tierra y enclaustrado en un infierno en el que tampoco ya nadie creía.
Fue así que el infierno se desató sobre ese pedazo de tierra, como demostración de su existencia. Gules y azures se mataban entre sí, familias enteras se exterminaron como jugando parqués, en turnos de un integrante por vez. Un día después del inicio, los rumores daban cuenta que en fincas cercanas los habitantes del pueblo que era liberal, estaban masacrando a los conservadores. Ligia caminó por vericuetos empedrados hasta llegar al pueblo para hacer un mandado de su tía y a lo lejos vio un camión atiborrado de copiosa muchedumbre, furibunda y satírica que se aproximaba, venía de profanar la iglesia San Lorenzo y de asesinar a machetazos al Padre Ramírez, que creían guardaba armas al enemigo. Uno de los tripulantes en medio de la algarabía la señaló y gritó crapuloso “es goda, matémosla” solo porque llevaba un vestido negro que acullá le pareció era azul oscuro. Tuvo suerte que entre ellos venia un primo suyo que impávido la salvó en el preciso instante en que se sintió presa no solo del enjambre, sino también de una rubatosis que le martillaba en los oídos pero más en las piernas dejándoselas como gelatina.
El narcisismo destructivo del caído en todo su esplendor fue decreciendo en la medida en que ya eran pocos y fantasmas los que quedaban para matarse, o les daba flojera y aun así lo hacían espaciadamente más por costumbre que por compromiso. Entre tanto, pudo el adversario asirse del poder en la máscara del Supremo, y la engañifa fue creíble para todos. Lo oscuro siguió siendo oscuro en apariencia de la luz; y esta, diezmada sobrevivió solo en su avivamiento.
En esa aparente ataraxia, María Ligia fue sonsacada de la Hacienda El puente por su hermana Betulia cierto día que la visitó encarando a la tía por no pagarle todos los salarios que dizque le tenía ahorrados, pero oronda se hizo la de la oreja mocha y aun con la perorata nunca pagó. La trasteó entonces al canicular Girardot, sobre el río grande de la Magdalena, donde trabajaba como empleada doméstica, labor que ella también acogió luego de probarse –sin saber tampoco- cuidando niños en una casa de familia muy cerca de la panadería El Sol, su segundo trabajo pago, pero el primero en que recibió dinero.
Después de tanto periplo, Ligia tomó entonces otros rumbos y luego de una corta estadía en Ibagué decidida marchó a Pereira donde ahora también trabajaba Betulia. Dio con la casa de Doña Mariela Ángel de Vallejo y en unas vacaciones con la Hacienda Veracruz, un lugar de vieja raigambre en el sector de Cruces, finca ganadera justo en la intersección Filandia-Circasia, asimismo de su propiedad. Allí hacía de comer: manjar para los patrones y comida normalita que era manjar para los jornaleros; y allí conoció a Félix, Félix Antonio Orozco Loaiza, su indeleble redamancia: Persona bonhomía, silente y solícito trabajador, degustador de frisoles y ávido colector y conocedor de amaneceres que en cierta ocasión sin perder de vista unos ojos que le correspondían con el corazón, dejó en el mesón, con mucha puridad su foto de carnet en sepia como declaración y que ella cogitabunda y sin mediar palabra, guardó recelosa como afirmando el inicio de la relación.
Suanfanson pasaron los días, hasta que fueron semanas efímeras y meses para la recordación. Sin darse cuenta, el tiempo en pareja se fue escurriendo como agua entre las manos, en el trabajo cotidiano del campo, siempre despertando antes de la trinca cantata del gallo corruptor, justo cuando se pintan y enarbolan los amaneceres, entre idas y vueltas a Pereira para ir al matiné de la María Félix y del Mario Moreno, o a caminar los pasos entre el redondo lago Uribe Uribe, el parque del Bolívar mostrón sin el Bolívar mostrón, la estación del tren en el parque Olaya Herrera pasando por el Gran Hotel para terminar en la iglesia Nuestra Señora de Valvanera, donde dos años después se casaron un cuatro de mayo y donde 56 años más tarde fue la cristianización de su bisnieto Andrei. De pronto el cúmulo de días los sorprendió nueve meses menos tres días después del casorio, había llegado Luz Amparo, su primera hija, a quien siguió 42 meses pasados Samuel Jairo, quien nació justo en el centenario de Pereira.
Mirar hacia adelante, al futuro incierto que se espera sea como se desea, es una tarea harto distante; pero mirar hacia atrás, al pasado de lo ya vivido es cuestión de un ratico, siempre inverosímil cuando se compara con la edad actual.
Y así, en estos avatares deambularon por otras fincas y retornaron a la Hacienda Veracruz, ella ayudada con la renta de la leche que él le daba como mandato de su madre, doña María Acenet Loaiza Toro, y él con un préstamo a la Caja Agraria se hizo con Agua Bonita, una pequeña finca en que vivir con su familia donde pivoteaban diminutas lucecitas de vez en cuando y donde años más tarde –cuando la vendió para hacerse a una casita en el pueblo- encontraron una guaca; y donde también vio, justo una tarde cuando llegaba del trabajo, un objeto volador que no era avión pero si muy brillante con forma de pescado; disfrutaron de festivales y bingos en fondas cercanas, en las que también, a veces, se pavoneaba el diablo sin Lina sacando a danzar a las más pispas –como en los viejos tiempos-; y de pronto Luz Amparo se enamoró del buen hombre, eufemismo de Aldemar, y se casaron, y tuvieron hijos, el primero cuando ella transitaba los 14 años, él tendría 27, y se enteró por telegrama un día después cuando estaba haciendo curso para Cabo Segundo.
Los almanaques de cigarrillos Pielroja que como testigos del tiempo que bien pudieron ser antología, pasaron desapercibidos y embolatados bajo algún viejo colchón, dando cuenta por suerte -cuando se les encontraba sin buscarlos- de ese largo tiempo ya caminado en los quehaceres cotidianos, y sin el asombro de las cosas nuevas porque en el campo es difícil enterarse de las cosas nuevas. Fueron tantos los años transcurridos así, que un día María Ligia se vio sin la labor de finca, Félix había decidido vender Agua Bonita y hacerse con una casa en Circasia, el linaje estaba sumando, y creció a tal paso, que más tarde, en 1985 eran abuelos de dos varones y una niña de escasos cuatro años.
Como siempre lo hizo, la abuela despertó con los primeros gallos y desde que abrió los ojos fue asaltada por una sobrecogedora atmósfera de desolación por su familia de Armero, inclusive por Florentina, que siendo distante era su única familia conocida. Poco menos de un año miles de peces del rio Lagunilla, florecían en la superficie o muertos o para parsimoniosos dejarse morir, y era inconfundible el olor a azufre en el ambiente, como cuando Lina desapareció en su idílico y díscolo amor. Al encender el viejo televisor Toshiba Blackstripe a color de caparazón rojo que reemplazó al Sony blanco y negro que lucía un vidrio verde sobre la pantalla para evitar el brillo de las imágenes y que contrastaba con su armadura amarilla, vio que Noticias 1 en la Cadena Uno tenía acaparada toda emisión, el nevado del Ruiz hizo erupción la noche anterior –casi martes 13- y como consecuencia una avalancha precisamente del rio Lagunilla sepultó a Armero, dejando intactos el cementerio, la zona de tolerancia y cuatro estatuas de la Virgen María que incluyendo la de la Hacienda El Puente estaban diseminadas sobre los puntos cardinales del pueblo. Cayó en la cuenta de varias cosas: que su familia había desaparecido, de ahí el presagio triste que la carcomió toda la mañana, que la Virgen María de la Hacienda El Puente era calcada a la Virgen María de la Hacienda Veracruz, por lo que pensó la protegía, que volvía a salir ilesa de ese lugar como si el destino le negara ese destino, y que pese al inconfundible olor a azufre custodio del cacho e’chivo este desastre no era de su autoría, pues rememoró que 37 años ha, el Padre mártir antes de su último suspiro vaticinó “No quedará piedra sobre piedra en Armero”. La profecía se había cumplido.
En medio de tantos recuerdos apiñados y de un sinfín de jaculatorias repetidas todos los días del mes, todos los meses del año en un muy riguroso ritual del que nunca supo cuándo ni cómo empezó, ni al que nunca faltó, Ligia se fue marchitando de apoco, pero no su memoria. Podía contar mil y una vez la misma historia, su historia, de la misma forma las mil y una veces que la recitaba y además almacenó en su cabecita de cabello corto y níveo tantas y tan antiguas recetas de cocina que bien podría considerarse sabía cómo disponer así de los buñuelos de maíz y queso molido que siempre preparaba para la navidad, como el plato prohibido y vigilado por el mismísimo Dios que es el hortolano al armañac, y que nunca pudo cocinar más por falta del avecilla que por falta de ganas, aunque desconociera que era pecado, porque de saberlo ni lo hubiera pensado.
Ajenos y distantes –no por falta de interés, sino en la ausencia de un inmediato medio de comunicación que suministrara las noticias a buen tiempo- resultaron ser para ella en su estadía terrenal, la segunda guerra mundial que ocupó en alma, vida y sombrero al mismísimo cacho e’chivo luciendo un diminuto bigote y un peinado partido, como artífice de la destrucción entre países del eje y países aliados, antes de reparar en la violencia azulgrana que casi termina con su vida allá en Armero, y que también lo ocupó a medio tiempo y como titiritero en la posterior guerra fría que puso al mundo en vilo nuclear y que dio paso al pequeño paso para el hombre pero al gran salto para la humanidad que lo aterrizó en la luna, si bien antes ladrara en el silencio sideral una minúscula perra de pelo rizado muy confundida y sentenciada a muerte, o mucho más adelante mostrándolo incitador a la antiquísima costumbre sin fundamento de los fundamentalistas de la guerra que de santa nada tiene, al estrellar por doquier aviones repleticos de gente inocente contra edificios repleticos –también- de gente inocente. Eso de las guerras grandes o pequeñas, locales o mundiales, y el sucumbir de enfermedades igual de mortíferas con nombres abreviados o alfanuméricos que ya no podían curarse con plantas machacadas o linimentos viscerales, verbigracia la gripe asiática H2N2, el VIH SIDA o el COVID-19 daban la sensación de un complot en el actuar de un incansable ángel caído de no solo asustar a la humanidad como en la otrora época del mohán, los portentos y las legiones; sino de eliminarlos en la cuantía de la mitad más uno, como un quorum obligado que para colmo traía la falsa excusa bienhechora de que la mitad menos uno sobreviviente pudiera vivir mejor con los recursos ya mermados del mundo.
Noventa años cumplió la abuela este mes de junio último, fue celebrado con el vals que no bailó al cumplir quince. La familia aumentó y disminuyó; ahora la integran sus hijos, Luz Amparo y Samuel Jairo, cuatro nietos: Carlos Andrés e Iván Darío, María Alexandra y Luisa Fernanda, y seis bisnietos: Cinara Marcela, Jerónimo, Sarah Zoe, Kamil Andrei, María Luciana y Altair Sofía, pero Félix y Aldemar son ahora dos santos más convertidos en plegaria.
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